Si hay algo que podemos sacar en limpio de esta maldita pandemia es que el ser humano es la medida de todas las cosas. La afirmación original es del filósofo griego Protágoras. En realidad, el pensador griego dijo “el hombre es la medida de todas las cosas”. Pero para no herir sensibilidades en materia de lenguaje inclusivo, me permito la osadía de suplantar el sustantivo.
El concepto tiene diversas interpretaciones, pero como no es mi intención dictar cátedra filosófica (Dios me libre de tal pedantería), me quedo con la lectura de que “hombre” hace referencia al ser humano en su conjunto y a que es éste el que debe situarse en el centro del pensamiento.
¿Alguien estaba preparado para una nueva enfermedad para la que la ciencia no tuviese ninguna respuesta?, hemos vivido en un estado de incredulidad del que sólo nos ha librado nuestra capacidad de adaptación y supervivencia más básica, la del instinto de protección de los nuestros. Ha sido una bofetada de la naturaleza a un ser humano que quizá se haya creído invencible, capaz de superar todos los desafíos y todas las amenazas, un recordatorio de lo que somos, de nuestras debilidades.
Las potencias llevan décadas preparándose para guerras digitalizadas, para operaciones bélicas de carácter quirúrgico, incluso para ataques químicos o envenenamientos masivos, pero ni la ciencia ni los Estados estaban preparados para afrontar una pandemia como esta.
El Covid-19 nos ha despertado el miedo a una muerte casi aleatoria, nos ha sacado de nuestra comodidad occidental de sofá y mando tv para acercarnos a una realidad que sólo creíamos posible en las películas.
Quizá esta catástrofe mundial no deje cicatriz en algunas personas. Es probable que haya quien piense que, con la vuelta a los bares, restaurantes y a las vacaciones en el Caribe con todo incluido, todo se olvidará y la vida volverá a ser como antes.
Sin embargo, es seguro que para la gran mayoría la vida ya no será igual. Por los miles de pérdidas de vidas humanas, por el dolor de no poder decir adiós, por el miedo y el vacío que quedarán en el alma.
Ahora que retomamos de manera ansiosa y compulsiva la normalidad, brotan las necesidades más inherentes a nuestro ser, necesitamos mirar las caras, tocarnos, escuchar las voces sin la intromisión de cables, micrófonos, pantallas y, sobre todo, hablar… contar cómo lo hemos vivido, qué nos ha pasado, qué hemos sentido.
La paradoja reside en que todas las políticas de reactivación y recuperación de la “normalidad” pasan por -precisamente- lo contrario: digitalización, teletrabajo, inteligencia artificial, apps de toda índole, zooms, teams, códigos, contraseñas, plataformas… La tecnología ha entrado a saco en nuestras casas, casi sin permiso se ha hecho hueco (y grande) en nuestras vidas. Pero lo absurdo es que lo que verdaderamente necesitamos es exactamente lo contrario: precisamos la cercanía, la complicidad que sólo dan el tacto o la mirada directa…
Es curioso, pero tengo la sensación de que estamos creando un mundo que realmente no queremos; o que, en todo caso, no es el que necesitamos. Por eso recuerdo este concepto de Protágoras: “el hombre es la medida de todas las cosas”. Es y debe serlo siempre. Todo lo demás: ciencia, tecnología, artes, religiones y creencias, ideologías… deben estar invariablemente a su servicio.