En tiempos en donde la visibilidad de los problemas en salud mental está en auge, y con especial afectación de nuestros menores, uno se plantea como padre si la intervención farmacológica es la más conveniente para su hijo. No se puede negar que resulta una de las decisiones más difíciles que un padre tiene que afrontar en el tratamiento de este tipo de dolencias, cuando aún se encuentra en pleno proceso de aceptación de dicha enfermedad.
A los prejuicios generados por un estigma social hacia la enfermedad mental y hacia los profesionales que se dedican a esta rama de la medicina, se le suman el temor a los efectos secundarios, el temor a la polifarmacia o las malas experiencias previas, resultando mucho más fácil admitir un antibiótico en un proceso infeccioso.
En la actualidad, los trastornos mentales se consideran enfermedades multicausales con un origen biopsicosocial. Cada vez es más la evidencia científica que pone el foco en la genética como la condición necesaria, pero no suficiente, para el desarrollo de estos trastornos, precisando de la influencia del ambiente para la expresión de los mismos. Son muchos los factores de riesgo que aumentan la prevalencia de estas enfermedades, especialmente en la infancia y la adolescencia, momentos críticos del desarrollo y maduración cerebral, siendo etapas de máxima vulnerabilidad.
Durante mucho tiempo el tratamiento se ha basado exclusivamente en estrategias psicoterapéuticas, ya que casi siempre se asociaban estos problemas a una causa ambiental y no se contaba con suficientes estudios sobre eficacia y seguridad de psicofármacos en población infantojuvenil. En los últimos años se ha avanzado mucho en conocimiento y son muchas las líneas de investigación abiertas en este campo.
La nueva especialidad médica, recientemente reconocida en nuestro país, Psiquiatría infantil y de la adolescencia, aboga hoy día por tratamientos multimodales, que contemplan en la mayoría de los casos, intervenciones psicosociales como primera línea de tratamiento. Pero, cuando los problemas en salud mental resultan moderados o graves, ya sea por la elevada frecuencia de los síntomas, su alta intensidad, su larga duración en el tiempo o por el elevado grado de repercusión en la vida diaria del menor, es cuando se puede considerar añadir a estas intervenciones, la utilización de psicofármacos tras una adecuada valoración del riesgo-beneficio.
Hoy día sabemos que los beneficios del tratamiento con psicofármacos en niños y adolescentes supera los perjuicios de no tratar un problema de salud mental a tiempo. La mayoría de las enfermedades mentales son crónicas y generan gran discapacidad en la etapa adulta, por lo que la detección e intervención precoz pueden cambiar de forma sustancial el curso y el pronóstico de las mismas.
A falta de tratamientos etiológicos, los medicamentos utilizados tienen como finalidad disminuir la intensidad de síntomas o mejorar los síntomas nucleares de algunos trastornos, lo que facilita en muchos casos un mejor funcionamiento psicosocial del niño o del adolescente, si bien es cierto, no tienen un carácter curativo. Además, aunque en la actualidad, los psicofármacos son más seguros y su uso está más estandarizado, todavía es escaso el arsenal terapéutico del que disponemos en población infanto-juvenil, utilizando muchas veces fármacos fuera de indicación de ficha técnica.
Cuando se plantea la utilización de un psicofármaco, no es infrecuente que los padres inicialmente rechacen su uso. En el momento en que éstos comienzan a contemplar esta posibilidad terapéutica, surgen dudas del tipo: ¿estos medicamentos pueden provocar adicción?, ¿cuánto tiempo precisará mi hijo este medicamento?, ¿cambiará su forma de ser?, ¿le permitirá estudiar? o ¿podrá hacer una vida normal? Tanto los padres como el menor, si dispone de suficiente madurez, deben tener claro qué es lo que se pretende mejorar y si la medicación elegida está específicamente aprobada para su dolencia o si se administra fuera de ficha técnica en base a la buena práctica clínica, consenso de expertos o extrapolación prudente de datos controlados por adultos. Otras cuestiones a tratar serían el "período latencia" de los medicamentos, es decir, cuánto tiempo tardan en hacer efecto; si son necesarias pruebas clínicas de control y cuáles son los efectos secundarios esperables.
Los clínicos siempre debemos intentar la mínima dosis terapéutica eficaz, evitando la polifarmacia (siempre que sea posible) y realizando una estrecha monitorización del adecuado funcionamiento del fármaco.
En una era en donde tanto pediatras como psiquiatras infanto-juveniles deberíamos aspirar a realizar una medicina centrada en el paciente y su familia, pienso que nuestros esfuerzos tendrían que estar dirigidos a la vivencia positiva del proceso de enfermedad. Nuestra obligación es informar desde el conocimiento que nos aporta la literatura científica y nuestra experiencia clínica. Si bien es cierto que a lo largo de nuestro ejercicio profesional vemos mermado nuestro esfuerzo analítico y decisional basado en tantos años de estudio, y probablemente consecuencia de esos pequeños resquicios que quedan de un modelo de medicina paternalista que nos ha acompañado durante años. Tenemos que aceptar que los tiempos mandan, y la medicina moderna nos enseña que no todo está en los libros, y aunque no se trate de hacer una medicina a la carta, y por supuesto en situaciones clínicas fuera de riesgo emergente, resulta igual de importante acompañar tanto al menor como a su familia, respetando sus momentos y haciéndoles partícipes, de forma conjunta, en la toma de decisiones terapéuticas.