Gracias a mi profesión, durante más de cinco años viajé por campos de fútbol de Primera División buscando reportajes, curiosidades o, simplemente, trasladar la idiosincrasia de un club en poco más de minuto y medio. Viajes que regalaban horas muertas, esperas en los alrededores de los estadios y bares donde tomar un café o una caña con el oído puesto en las conversaciones de los lugareños.
De esa experiencia puedo asegurar que, si el fútbol es un idioma universal, como dicen, el del aficionado es también idéntico, sin importar el color de la camiseta que vista. Las quejas hacia lo ajeno, las críticas contra lo propio, los desvelos y los juegos de números y estadísticas que contrarían la previa al fútbol son algo común vayas donde vayas.
Para el aficionado al fútbol, acudir al estadio se convierte en una costumbre, en un acto cotidiano cada dos fines de semana (o viernes o lunes) por el que se organiza las horas que rodean los 90 minutos. Más lacónicos, más animados o menos dispuestos, el trayecto de los aficionados se convierte en un ir y venir de elucubraciones que proyectan un once ideal, un once temido, un resultado adverso o un milagro expectante. Más que trayecto, muchas veces es un viacrucis. Una "visita al dentista", que dice un amigo mío.
Acudir a Balaídos es, por lo general, un acto tortuoso de fe; luchar contra esa voz que dice "será lo de siempre" al tiempo que te dejas embargar por un "y si hoy…". En los primeros tres partidos de la temporada en casa, solo cantaron goles visitantes; cuatro, en total. Los locales fueron o gritos silenciados por el VAR o "casis" que se celebraron como un tanto, al carecer de ellos. Los únicos goles que se habían cantado de celeste fueron en bares y casas, en lugares alejados del césped y del compañero de butaca desconocido que se acaba convirtiendo en uno más de la experiencia futbolística.
Esos usos y costumbres que, gracias a los aficionados, se elevan a categoría de ley volvieron a jugar su papel el jueves ante el Alavés. Es como si cada partido, la tuerca girase un poco más para apretar el cuello del aficionado celeste, todavía emocionado por el Centenario y su himno, pero que cada vez que despierta del letargo de la semana, se encuentra con la nada enfrente.
Un gol a favor en Balaídos. Un gol cantado por la afición. Pero un gol que es suyo, que no es nuestro, que es de otros. Es como usurpar la alegría, como secar el grito y mirar, incluso con condescendencia, al rival que baja la cabeza. Es suyo, no nuestro. El cuarto partido sin celebrar lo propio.
En la fría dictadura de la matemática, es un punto, el primero de la temporada delante del celtismo, que este año ha acudido a la llamada llenando el campo antes de que el club tenga que percatarse de la importancia de su presencia. Un punto que sirve para salir de una zona de descenso que a estas alturas es anecdótica, pero que regala sensaciones.
El aficionado es como el pez, de memoria frágil. Por eso el lunes pensará eso de "y si hoy…", jugará con las matemáticas, con las estadísticas, con las rachas y con los estilos. Es uso y costumbre. Es de ley.