Cuando oíamos hablar de sistemas de reconocimiento facial, algoritmos que miden la productividad y la sustitución de personas trabajadoras por máquinas, muchos pensábamos que era algo propio de las películas de ciencia ficción. Pero nada más alejado. Nos hemos dado de bruces casi sin darnos cuenta con que la inteligencia artificial ha llegado para quedarse y que el futuro ya está aquí.
En los últimos años se ha producido un desarrollo tecnológico, sólo comparable con la revolución industrial, que ha transformado todos los ámbitos de la vida. Incluido el de las relaciones laborales.
Pensemos en empresas que ya utilizan sistemas de inteligencia artificial para la selección y contratación de personal. Pensemos en que dichos algoritmos son capaces de detectar las necesidades de cada empresa, diseñando el perfil requerido, filtrar los candidatos entre miles de currículums y seleccionando los idóneos. Preguntémonos por un momento si dicho algoritmo está correctamente desarrollado. Preguntémonos si no habrá sido programado con ningún sesgo de edad, sexo, raza o condición que altere los resultados de sus conclusiones.
Pensemos ahora en empresas que tienen implantado un algoritmo que controla el rendimiento de las personas trabajadoras en función de los objetivos marcados u opiniones de clientes. Dichos sistemas de inteligencia artificial pueden proponer a la empresa medidas tanto de promoción de las personas trabajadoras por el ratio de consecución de sus objetivos, como de adopción de medidas disciplinarias (incluso el despido) en caso contrario. Preguntémonos si a partir de ahora las personas trabajadoras serán evaluadas únicamente por su productividad en términos netos, dejando al margen otros valores que el algoritmo no sea capaz de cuantificar.
Es innegable que las nuevas tecnologías facilitan en gran medida los sistemas de selección de personal y control del rendimiento de las plantillas, pero no se puede perder de vista los riesgos que ello comporta para los derechos de las personas trabajadoras.
Los poderes públicos, tanto nacionales como europeos, están tratando a marchas forzadas de alcanzar la imparable implantación de la inteligencia artificial en nuestras vidas y en las empresas, regulando por un lado los límites de esta nueva tecnología y protegiendo por otro los derechos fundamentales de las personas trabajadoras.
Así pues, todas las empresas que utilicen algoritmos y sistemas de inteligencia artificial que afecten a la selección de su personal, contratación, gestión de horarios, tareas, evaluación del desempeño y adopción de medidas disciplinarias, tendrán la obligación de informar a la representación legal de las personas trabajadoras sobre “los parámetros, reglas e instrucciones en los que se basan los algoritmos o sistemas de inteligencia artificial que afectan a la toma de decisiones que puedan incidir en las condiciones de trabajo, el acceso y el mantenimiento del empleo, incluida la elaboración de perfiles”.
En la misma línea de control, según el Reglamento (UE) 2016/679 del Parlamento Europeo y del Consejo relativo a la protección de las personas físicas en lo que respecta al tratamiento de datos personales y a la libre circulación de estos datos, las empresas deberán realizar una evaluación de impacto de los sistemas de inteligencia artificial o algoritmos que se utilicen cuando supongan un alto riesgo para los derechos de las personas trabajadoras. Y si como resultado de esta evaluación se detectase que dichos sistemas podrían vulnerarlos, la tecnología utilizada deberá modificarse.
Además, se ha incluido en Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre, de Protección de Datos Personales y garantía de los derechos digitales, una prohibición de decisiones exclusivamente automatizadas que afecten a las personas trabajadoras. Y ello salvo que estén autorizadas por la normativa estatal o europea, que cuenten con el consentimiento expreso de la persona afectada, o si son necesarias para la celebración o ejecución de un contrato.
Sin embargo, no es necesario un análisis profundo de estos sistemas de control para darse cuenta de que existe un claro desequilibrio entre las partes implicadas, esto es empresa y personas trabajadoras. Por un lado, los representantes de las personas trabajadoras tratarán de conocer en profundidad los parámetros de programación del algoritmo que se pretenda implantar a fin de detectar sesgos que vulneren los derechos fundamentales de la plantilla. Y por su parte, las empresas tratarán de no revelar los pormenores del sistema de inteligencia artificial defendiendo su derecho al secreto empresarial.
La conclusión es clara: queda mucho por avanzar en la regulación de este campo, ya que la implantación de sistemas de inteligencia artificial puede colisionar con numerosos derechos fundamentales que deberán ser debidamente ponderados.