Hoy, en el fútbol, todo está montado para epatar, engatusar al hincha, hacerle soñar. Dentro del estadio suena música atronadora, grandes éxitos de ayer y de hoy, canciones populares y reconocibles. Un opulento juego de luces se desata minutos antes de arrancar el partido, estremece el himno, ondean banderas y bufandas. El grado de excitación de un aficionado medio es extremo. Es como si antes de acostar a un bebé, le haces reír, lo lanzas al aire, le engañas repetidas veces con el “cucú”. Imposible que duerma; incluso puede llegar a vomitar el biberón.
El aficionado es ese retoño al que, tras montarle una fiesta, depositas en la cuna como si tal cosa. Tras el montaje prepartido, regado con alcohol, le muestras un soporífero espectáculo en el que, además, le exiges estar focalizado y sin dejar de berrear cánticos. Sin contar con la lluvia, el frío, los horarios peregrinos en días laborables o la sustitución de la comida y la sobremesa por un bocadillo envuelto en albal deglutido en 15 minutos.
El hincha es el actor de reparto del fútbol, a veces valorado y premiado, pero casi siempre ensombrecido por las estrellas del Paseo de la Fama. Le prometen ser protagonista de la secuela que nunca se llega a rodar. Imprescindible para todo, pero ausente en la mayoría. No decide, no tiene voto y su voz suena lejana. Sin él no existiría el fútbol, no generaría dinero a espuertas, pero su fotografía es, muchas veces, la del perro en la gasolinera. "Él nunca lo haría".
Esa es la realidad del hincha, el único al que el fútbol le sale a deber. El club dice que está ahí por y para ellos; el entrenador, que hace todo lo posible para ganar; el futbolista se besa el escudo diez segundos después de ponerse la camiseta (salvo honrosas excepciones); el árbitro asegura querer impartir justicia.
Pero lo cierto es que todos los demás buscan un beneficio propio. Monetario, de ego y pecho hinchado, de imagen o de éxito que le haga volar a otras latitudes. El único perenne es el hincha, el amante dadivoso que no espera nada a cambio. Bueno, sí, cierta correspondencia. Es como un trabajador japonés en huelga, que si vienen mal dadas se ve obligado a protestar redoblando su implicación; otras veces, se ausenta del estadio traicionándose más a sí mismo que al equipo.
Un abono de temporada, una entrada, la camiseta del equipo, la bufanda, el merchandising generado alrededor del sentimiento. Todo se coloca en el disparadero para ser lanzado contra su pecho, donde suele guardar, 24 horas, 365 días al año, el escudo. Impactos continuos para el endeble corazón, que cruje y se hace añicos con cada decepción, pero que también late fuerte con un mínimo gesto de valentía del que defiende los colores que viste orgulloso los días de partido.
El club pide aliento; el entrenador, tiempo; el futbolista, cariño; el árbitro, respeto. El aficionado pide poco. Quizás disfrutar, a veces, ni siquiera ganar; si el fútbol consistiese sólo en ganar, sería ocio para desdichados. Seguramente, sentirse orgulloso de algo tan propio pero tan ajeno y en lo que carece de poder de decisión, como marinero que no puede dirigir el navío porque allí manda el patrón.
Lo poco que puede hacer, lo hace. Se rompe la garganta, confirma su presencia, ordena desde la lejanía, aplaude cuando intuye debilidad, recoge al caído dando un impulso desde la butaca, confía a la superstición su vestimenta, exterior e interior, sus costumbres y sus pasos, mira al cielo del estadio buscando que alguien le haga caso, por una vez, para que la felicidad le acompañe por los vomitorios hasta la salida al rematar los 90 minutos.
No hay nada más ingrato que ser aficionado de un club. Pero, a la vez, no hay incoherencia más maravillosa que ser hincha de tu equipo.