Hace casi dos décadas, nuestro Parlamento aprobaba por unanimidad lo que aquí y fuera de nuestras fronteras ha sido un hito para los derechos de las mujeres, la ley integral de violencia de género. Pocos años más tarde, en 2007, marcábamos otro hito, con la ley de igualdad efectiva entre hombres y mujeres, y en el año 2016 se iniciaba el camino para ese pacto de Estado contra la violencia de género, cuya aprobación celebrábamos en 2017.
No había fisuras. Todos los partidos, toda la sociedad, todo el mundo estaba de acuerdo. Había que acabar con esa tragedia que la OMS tildó de pandemia mucho antes de que conociéramos en nuestras carnes el significado de esa palabra con el maldito Covid-19.
Por fin, la lucha contra la violencia de género, tras mucho tiempo de invisibilización, era un clamor. Las calles se llenaban cuando había que manifestarse, y el silencio lo llenaba todo cuando había que homenajear a las víctimas. Nadie cuestionaba lo incuestionable ni discutía lo indiscutible.
Y, de repente, todo se rompió. Poco a poco fuimos bajando la guardia, y ni las portadas, ni la calle, ni los políticos hacían tanto caso a lo que antes era una prioridad absoluta. Tal vez dimos por ganada la guerra cuando solo habíamos vencido en la primera batalla. Craso error que pagaríamos caro.
Y, de pronto, el enemigo se coló por una rendija. El machismo, siempre atento para lanzar sus zarpas a la mínima ocasión, encontró su sitio. Y fue ganando espacio en redes sociales, en medios de comunicación y en la sociedad. Y en la clase política. Llegaron a las instituciones quienes niegan lo innegable, y ocuparon los atriles, sin que fuéramos capaces de reaccionar a tiempo. Y ahora es cada vez más difícil.
Hoy, cada vez que una mujer es asesinada, ya no salimos a la calle como Fuenteovejuna. Y, en las instituciones, las pancartas que simbolizaban la unidad ahora simbolizan la desunión, lo que antes era un homenaje, ahora es una excusa para sacar rédito político. Un verdadero desastre.
Cada vez que presencio esas imágenes donde hay quien se coloca debajo de una pancarta contra la violencia de género y quien rehúsa hacerlo, se me abren las carnes. Y no me vale que la justificación sea que rechazan todas las violencias, o la violencia intrafamiliar, o cualquier otra cosa. Como dice el refranero, lo cortés no quita lo valiente, y rechazar la violencia en general no es incompatible con condenar la violencia de género en particular.
¿Alguien imagina que, el día de la lucha contra el cáncer de mama, alguien se negara a portar el lazo rosa porque está en contra de todos los tipos de cáncer? ¿O que se negara a participar en una campaña contra el alzhéimer porque no hace referencia a la esclerosis múltiple?
¿Alguien se negaría a manifestarse en contra del bullying porque quiere mostrar su rechazo a la siniestralidad laboral? ¿Verdad que suena absurdo? Pues así es el argumento que esgrimen quienes se niegan a manifestarse contra las violencias machistas.
Pero la realidad es tozuda, y el medio centenar de mujeres asesinadas no pueden esconderse. Son mujeres reales, con vidas reales que ya nunca vivirán. Son mujeres que dejan criaturas sin madre, padres sin hija, seres queridos con una pérdida irreparable. Son mujeres que nunca entenderían que no se condenara su asesinato por una mera cuestión terminológica.
Por ellas y por todas las que fueron, no podemos resignarnos. No podemos hacerles mejor homenaje que recuperar esa unión que nos llevó dar tantos pasos en contra de ese machismo que acabó con su vida: gritar cuando haya que gritar y guardar silencio cuando haya que callar. Se lo debemos.
No olvidemos nunca que, cuando de lucha por la igualdad se trata, todo lo que no sea avanzar es retroceder, y no nos podemos permitir ese lujo. Nos jugamos mucho. Demasiado.