Hace unos días se hacía público el informe del Defensor del Pueblo sobre los abusos sexuales en la infancia y, particularmente, los que tuvieron lugar en el seno de la Iglesia, tanto por religiosos como por personas vinculadas a la institución.
Y constataba unos datos escalofriantes, según los cuales aproximadamente 440.000 personas hoy mayores de edad habían sido abusadas sexualmente en este ámbito. Un dato que, por cierto, la propia Iglesia ha negado en su cuantificación, aunque no haya negado que los abusos existieran.
De todo esto, una de las cosas que más me llaman la atención es la reacción de la propia Iglesia, o de alguno de sus obispos. Lo primero que hacen es negar categóricamente que la cifra sea esa, diciendo que no es tal, sino que es mucho menor. Y yo me pregunto, ¿es que si son menos el problema no tiene importancia? ¿Es que un solo abuso no es ya digno de reproche, de rechazo y de indignación? La respuesta es obvia y ese posicionamiento, a mi juicio, hace flaco favor a la institución.
Si lo que se pretende es culpar a las personas responsables y exculpar a la Iglesia, lo primero que tendría hacer hecho la propia Iglesia, desde hace mucho, es visibilizar y condenar los abusos en lugar de negarlos y callar. Y por supuesto, pedir perdón a las víctimas y resarcirlas en la medida de lo posible, algo que ha llegado tarde y mal.
La verdad es que los datos son escalofriantes. Se estima que más del 11% de españoles mayores de edad han sufrido abusos en la infancia, y que cerca de un 2% en el ámbito de la Iglesia, aunque calcula en un 0,6% los realizados directamente por religiosos.
Sin embargo, y eso es tan llamativo como preocupante, si preguntamos a cualquier persona, especialmente a las que nos educamos en colegios religiosos, nadie -o casi nadie- reconoce haber sido víctima de estos hechos. Porque, al final, parece que siguen siendo las víctimas quienes han de avergonzarse en lugar de hacerlo los autores y quienes les encubren.
Como de muestra vale un botón, contaré algo de lo que supe hace poco. Una persona muy cercana a mí me contó que, en la confesión previa a recibir la primera comunión, el cura la agarró, trató de besarla y le tocó por encima de la ropa, ante lo cual ella reaccionó zafándose como pudo y se marchó corriendo como alma que lleva el diablo.
La semana siguiente, llegado el momento, el religioso en cuestión le dio la comunión como si nada hubiera pasado y sin que, por descontado, ni él ni nadie la hubiera absuelto por sus hipotéticos pecados de niña de siete años.
Lo curioso y lo triste de esta historia es que la protagonista, que jamás volvió a entrar en un confesionario, tardó más de ochenta y cinco años en contar esta historia y, aun así, lo hizo en un ámbito reducidísimo. El cuento de siempre. La vergüenza atenazando a las víctimas en vez de a los victimarios.
No pretendo con mis palabras generalizar ni culpar a todos los religiosos y religiosas. Me consta que hay de todo, como en botica, y en mi vida de niña educada en colegio religioso, como muchas de mi época, he conocido a muchas personas comprometidas e intachables. Por eso, precisamente, creo que deberían haberse desprendido y renegado de sus garbanzos negros en vez de arroparlos y esconderlos, cuando a quien deberían haber arropado es a sus víctimas.
Cualquiera que hayamos trabajado en la Administración de Justicia, hemos podido comprobar que la pederastia siempre busca los ambientes más propicios para satisfacer sus lúbricos y repugnantes deseos, y no hay mejor entorno para ellos que el educativo, sea en actividades lectivas, o sea, en actividades deportivas o lúdicas.
Y en la labor educativa de la Iglesia encontraban su sitio, aunque no fuera el único. El diablo se les metió por los huecos y, durante mucho tiempo, no hicieron otra cosa que taparlo.
Ojalá llegue el momento en que los tiempos cambien de verdad y no solo se reconozca y resarza a las víctimas, sino que se rechace y condene a los culpables. Quienes sufrieron en silencio durante tanto tiempo no recuperarán su infancia, pero, al menos, podrán pasar página de una vez por todas.