Llegado este momento, hay que hacer lo que hay que hacer. Esto es, felicitar la Navidad a todo el mundo. Incluso a quienes no se lo merecen, que al menos por un día los buenos deseos nos invaden. Así que vamos a ello.
Suelen decir que la Navidad es cosa de niños, y no puede ser más cierto. Las mejores fiestas navideñas que recuerdo son las de cuando era niña, y las de cuando lo eran mis hijas. Nada como la ilusión de la infancia a la hora de poner la decoración navideña, de preparar comida, de escoger los regalos que pedir a los Reyes, de cantar villancicos o de tomar las uvas en Nochevieja.
Luego, el tiempo va dejando sillas vacías y corazones llenos de recuerdos, y las fiestas se vuelven un momento agridulce. Al menos, hasta que las casas vuelven a llenarse de criaturas con el relevo de generaciones y la rueda vuelve a girar.
Cuando yo era muy pequeña, en mi primer año de lo que entonces era jardín de infancia -hoy, educación infantil- hice mi primer regalo navideño a mis padres. Era una flor de cartulina en cuyo centro había repasado con rotulador una frase, "paz en esta casa", en lo que puede que fueran mis primeras letras escritas, y de la que colgaban dos tiras de espumillón dorado acabadas en un par de bolas de plástico.
Yo estaba muy orgullosa, y mi madre recibió el presente como merecía, poniéndolo en el mejor lugar de la casa. Supongo que como en muchas otras casas.
Lo que estoy segura de que ya no es tan habitual es el hecho de que mi madre haya continuado poniendo en el mejor sitio de la casa aquella flor de cartulina, a la que, tras varios años, tuvo que cambiar las tiras de espumillón y repasar las letras. Pero ahí ha estado siempre, y sigue estando porque, a sus 99 años, nunca olvida sacar la flor de la maleta de cartón donde guarda los adornos de Navidad.
Yo siempre evoco aquella flor cuando veo todas esas decoraciones tan sofisticadas, esos árboles de Navidad minimalistas y monocromáticos, o esos centros de mesa que cuestan un potosí porque los ha diseñado una influencer de moda.
Sobre todo, me dan mucha pena esas niñas y niños a quienes no les dejan tocar nada, no vaya a romperse una figurita del belén o a estropearse la armonía de colores que tanto nos costó de conseguir. Y me dan mucha pena porque entre mis recuerdos está el de andar toqueteando todo el día todas aquellas cosas, colocándome el espumillón a modo de corona y acercando a los Reyes Magos al portal a ver si llegaban antes.
No sé en qué punto del camino perdimos la magia. Y tampoco sé si las madres y padres de ahora han sabido conservarla o la han cambiado por un universo de practicidad que acaba con toda la ilusión de entonces. Pero si es así, no saben lo que se han perdido.
Así que hoy, como regalo de Navidad, he querido compartir con quienes me leen cada semana todos estos recuerdos. Por una vez, y sin que sirva de precedente, lo he preferido a poner negro sobre blanco cualquiera de nuestras preocupaciones diarias.
Tal vez haya alguien más cuya madre sigue conservando la flor de cartulina que le hizo su hija cuando tenía cinco añitos. O cuya hija, como hace la mía, haya tomado el relevo a la hora de cocinar esos pastelitos de boniato que son una tradición en mi casa, como en muchas otras, y que ya le salen mejor que los que hacía su abuela. Al césar lo que es del césar.
Ojalá estas fiestas nos den una tregua en todas esas cosas terribles que pasan por el mundo, ojalá lo de "paz en esta casa" sea verdad y no un simple rótulo en una flor de cartulina. Y, si no, al menos, que las flores de cartulina y los pastelitos de boniato lo hagan todo más llevadero.
Feliz Navidad.