Muchas veces escuchamos eso de "los trapos sucios se lavan en casa". Es un modo de hacer un llamamiento al silencio, a no dejar que salgan de un ámbito las cosas turbias que suceden dentro de él.
La expresión, cuyo origen aludía únicamente al entorno familiar, se ha extendido y hoy se usa para cualquier ámbito, incluida la política. Su antagonista es, sin duda, otra expresión castiza, la de "sacar los trapos sucios a relucir".
Lo cierto es que es verdaderamente difícil encontrar el equilibrio entre una y otra, hallar ese punto medio virtuoso del que también habla el refranero, sobre todo en una sociedad como la nuestra en que, gracias -o por culpa- a las redes sociales y determinados medios de comunicación vivimos en un escaparate permanente. Pero hay que buscarlo. Sobre todo, porque esos trapos sucios pueden acabar pudriéndose.
Por desgracia, quienes trabajamos en el ámbito de la violencia de género vivimos con frecuencia los efectos devastadores que ese manto de silencio ocasiona. Aunque ya hace tiempo que cambiaron las cosas desde que, en otra época, lo que ocurría en la casa se quedaba dentro de la casa, todavía quedan muchos trapos por orear.
No es extraño encontrarnos, después de ocurrida una desgracia, con testimonios de personas cercanas que sabían de cosas que pasaban en aquella casa, que habían oído gritos o visto marcas en la cara o el cuerpo de la víctima que inducían a pensar que ahí se mascaba la tragedia. Y, tantas veces, la misma frase como denominador común: "No me quiero meter en lo que pasa de puertas para adentro".
No son los únicos casos, aunque sean, quizás, los de peores y más dramáticas consecuencias. También en el ámbito de los delitos de odio me encuentro con frecuencia con actitudes del mismo cariz, con personas que silencian la existencia de hechos delictivos "por no meterse en líos". Y, en uno y otro supuesto, tratándose de víctimas en situación de vulnerabilidad, es algo tan preocupante como peligroso.
Pero hay otros entornos donde ese pacto de silencio es especialmente inquietante. Me refiero al acoso, dentro o fuera de redes -o ambas cosas a un tiempo- con menores de por medio. Niñas y niños que sufren y callan por miedo, y otros que lo ven y miran hacia otro lado porque lo que pasa en clase debe quedarse en clase, y saltarse esa regla puede costarles caro.
Una complicidad forzada que a veces se junta, en un coctel mortal, con la actitud de personas adultas que no saben o no pueden dar a los hechos la importancia que tienen. Y, cuando llega el momento de sacarlo a la luz, ya es tarde. Seguro que, sin mucho esfuerzo, recordamos casos de menores que se quitaron la vida por sufrir un acoso que había pasado desapercibido o había sido ignorado por ese silencio denso y pesado con el que estaba cubierto.
Lo llevo observando mucho tiempo. El silencio es el mejor cómplice del abuso, el mejor enemigo de las víctimas vulnerables. Pero el silencio no es un ente abstracto, ni algo que surge por generación espontánea. Callar es un verbo que solo se puede conjugar con un sujeto, y ese sujeto tiene siempre muchos nombres y apellidos. Sentados, además, en una zona de confort que puede acabar no siendo más que una trampa. Porque no hay confort para quien ha de pechar con el cargo de conciencia de haber podido evitar una desgracia y no haberlo hecho.
Es verdad que a veces hay que saber callarse a tiempo. Pero, en muchas otras, hay que abrir la boca antes de que sea tarde. O lo lamentaremos después.