'De pasta de boniato'. Así es como me he quedado tras leer la intención de la Iglesia respecto de las posibles indemnizaciones por los abusos sexuales cometidos en su propio ámbito.
Resulta que, aunque el estudio, y el plan elaborado, se referían expresamente a la pederastia del clero, la Conferencia Episcopal afirma sin cortarse un pelo que se niega colaborar si los resarcimientos no incluyen a todos los afectados, no solo a los de ámbito religioso. Lo que, en román paladino, significa que, de colaborar, nada de nada.
Lo primero que nos tendrían que explicar es a qué abusos se refiere como “los cometidos fuera del ámbito religioso”. Porque, hasta donde yo sé, la actuación estaba prevista específicamente para los abusos en el seno de la Iglesia católica y no para ningún otro.
Además, también me gustaría conocer la razón por la que presuponen que hay víctimas de otros ámbitos que no han sido debidamente resarcidas, cuando no consta ningún impedimento para haberlo hecho. Ha sido, precisamente, la postura obstativa de la Iglesia la que ha impedido y ocultado que se castiguen estas conductas que, precisamente en otros entornos, eran objeto de sanción, reproche y resarcimiento.
Pero, la verdad, no sé de que me sorprendo. La postura de agrandar los contornos de un problema hasta dejarlos casi desdibujados no es nueva. La hemos vivido muchas veces, y en varias ocasiones en los últimos tiempos.
Pensemos, sin ir más lejos, en los argumentos esgrimidos por quienes niegan la existencia de la violencia de género. Lo que dicen, y la razón por la que no condenan los asesinatos de mujeres fruto de la violencia machista no es, ni más ni menos, que una muy parecida aquella de la que estamos hablando.
Argumentan que ellos exigen la condena de todas las violencias, y no solo de la violencia de género. Como si el hecho de luchar contra la violencia de género nos impidiera perseguir otros delitos. Lo hacemos, sin duda, pero cada cual en su ámbito. Y cuando se comete un crimen de violencia de género, hay que condenar la violencia de género, no otros tipos de violencia, que tendrán su castigo, su condena y su espacio.
Otro ejemplo parecido vivimos en los últimos tiempos respecto de la memoria democrática. De pronto, se olvida que se trata, precisamente, de restaurar la dignidad de quienes no pudieron verla restaurada durante los cuarenta años de dictadura, y se quiere ampliar el ámbito de la ley en un pastiche difícilmente digerible, que incluye cosas tan dispares como los hechos cometidos en 1931 o el terrorismo de la clase que sea, en una pretendida concordia que es de todo menos eso.
Y es que en los tres casos se pretende lo mismo. Minimizar la visibilidad y el impacto para restar importancia al daño y a sus causantes. Cuantos más hechos y mas autores incluyamos en el mismo saco, más difícil será perseguir y, sobre todo, identificar. En eso consiste el viejo truco de insistir en que se castiguen todas las violencias.
Sin embargo, cuando se trata de otros temas, no hay ningún problema en limitar y especificar. Imaginemos que una ley antiterrorista se desnaturalizara hasta el punto de incluir todos los delitos violentos, o que el delito de terrorismo se diluyera hasta dejar de tener naturaleza propia.
Si lo que hacen es matar, habría que castigarlos como cualquier otro homicidio, y si causan daños, como cualquier otro menoscabo del patrimonio. ¿Verdad que no tiene sentido? Pues es, exactamente, lo que pretenden hacer con estos abusos, incluirlos en una bolsa común hasta que se queden sin sustantividad propia. Una forma como otra cualquiera de nadar y guardar la ropa que nos resulta de sobra conocida.
Lo bien cierto es que las víctimas de estos hechos llevan mucho, muchísimo tiempo, esperando que se reconozca lo que ocurrió y que, además de pedirles perdón, se les resarza como corresponda. Pero la cosa no tiene pinta de que vaya a pasar. Y si son resarcidas, será, finalmente, por un Estado que les pagará de sus propios impuestos. Toda una paradoja.
En Derecho, los delitos dan lugar a una responsabilidad civil que se traduce en una indemnización a la víctima, por parte del autor directo, y también de quien dependía o la entidad a la que permanecía, por algo que llamamos culpa in eligendo o in vigilando. Sea quien sea el autor. Y no hay ninguna excusa para que la Iglesia no la haga. Pese a quien pese.