Una semana más, voy a tomar prestado un título, en este caso el de una obra teatral, para comenzar estas líneas. Pero que nadie se lleve a engaño, porque el contenido nada tiene que ver con lo que escribió Moratín. Pero fue lo primero que me vino a la cabeza cuando vi lo que vi, eso de lo que pensaba hablar. Así que voy a ello.

Se trata de un cartel que hizo saltar todas las alarmas. Salió en todos los medios, de ello hablaba todo el mundo, pero, como sucede tantas veces, erraban el tiro. Me explico.

El cartel en cuestión, con una fotografía de un niño, decía: "si dice no, no es sexo, es agresión". Un texto que debía haber tirado de espaldas a todas las personas que intervinieron en su confección, desde quien lo ideó hasta quien lo imprimió, pero que pasó, inexplicablemente, todos los filtros, hasta llegar a marquesinas y otros espacios públicos de la ciudad de Almería, que es donde saltó la liebre.

Pero, como decía, se desvió la atención en el sentido equivocado, y se dedicaron a echarse las culpas unos a otros en función de los logos que tenía el cartelito de marras. Y, una vez comenzó el estupor mediático, empezaron a pelear por ver quien se daba más prisa en quitarlo. Y, obviamente, fue el Ayuntamiento de Almería, que fue quien lo había hecho. Pero demasiado tarde.



Es evidente que el texto sería impecable si la imagen del cartel fuera la de una persona adulta. Pero tratándose de un niño, es tremendo. Porque lo que se deduce de él es que, si el niño o la niña consienten, ya no habría agresión sexual, sino sexo. Una verdadera barbaridad que, además, es delictiva.



Porque cualquier persona con un poco de formación -no necesariamente jurídica- sabe que el consentimiento prestado por un niño o una niña carece por completo de trascendencia penal. Es decir, que es agresión sexual siempre, diga lo que diga el niño, o aunque no diga nada.



¿Cómo es posible que nadie se percatara de semejante despropósito? ¿Cuántas personas con responsabilidades intervinieron en la campaña sin que a nadie le chirriara lo más mínimo? Y, todavía más preocupante, ¿se ha tomado alguna medida para evitar que vuelva a suceder algo así?



No sé si son preguntas retóricas o no, pero son las que yo me hago y las que me importan, más allá de logos y de contiendas políticas. Aunque tal vez lo peor es que, si la campaña se financió, como se ha dicho, con fondos del pacto de estado contra la violencia de género, ¿quién devuelve esos fondos que deberían estar destinados a su auténtico fin y no a campañas que claman al cielo? Y que nadie me venga con los de Santa Rita, lo que se da no se quita, porque me da algo.



No tengo ninguna duda de que el propósito inicial era bueno. Que se pretendía hacer un llamamiento a la lucha contra las agresiones sexuales a menores, un tema tan grave como preocupante y que, según las estadísticas, ocurre en la mayor parte de casos en el entorno familiar.



Pero cuando de administraciones públicas se trata, no basta con las buenas intenciones. Hace falta un conocimiento de los problemas del que, evidentemente, carecían quienes crearon, aprobaron, organizaron y difundieron la campaña sin que a nadie se le pudieran los pelos como escarpias.



Si alguien considera que un niño puede consentir válidamente, debería hacérselo mirar. Y si tiene alguna responsabilidad pública, más aún. O será la sociedad la que no solo deberá hacérselo mirar el día de mañana, sino que pagará sus consecuencias.