Tal día como hoy se conmemora el día de los abuelos. Aunque, en realidad, debería ser de las abuelas y abuelos y, si me apuran, de las abuelas, porque en esta cuestión ellas son mayoría abrumadora. La razón de la celebración es la coincidencia de la fecha con la celebración, en la liturgia católica, de San Joaquín y Santa Ana, los abuelos de Jesucristo.
La verdad es que, por experiencia, poco puedo decir de los abuelos y nada de las abuelas porque, aunque he sido nieta biológica como todo el mundo, no conocí a ninguna de mis abuelas y a uno solo de mis abuelos, aunque murió cuando yo tenía 3 añitos.
Lo más parecido a una abuela que tuve era la "amama" de mi vecina y amiga de siempre, a la que llamaba así, obviamente, porque era vasca y que acabó siendo la "amama" de todas las amigas. O la Señora Pepa, la abuela de mis primos -o, más bien de mis casi primos, pero eso es otra historia-, que cada Nochebuena tocaba con una cucharilla la botella de anís mientras cantábamos villancicos.
Pero, más allá de eso, nada. Nuca tuve tartas de la abuela por mi cumpleaños, ni aguinaldos -en Valencia lo llamamos "estrenas"- por Navidad, ni abuelas canguro que me recogieran del cole o se quedaran conmigo si mis padres salían.
No obstante, y como dice el refranero, Dios aprieta, pero no ahoga, y lo que no conocí como nieta, lo han conocido mis hijas que, a día de hoy, tienen una abuela nonagenaria y otra centenaria, y ojalá les duren mucho.
Sin ellas, no hubiera sido tan sencillo compatibilizar la vida laboral con la crianza de mis hijas, ni tampoco hubiera sido posible disfrutar de cuando en cuando de alguna noche de ocio o de intimidad. En realidad, sin ellas, ni a mí ni a muchas mujeres de nuestra generación nos hubiera sido posible lo que llamamos conciliación y que debería llamarse corresponsabilidad. Porque ellas cubren los huecos cuando quien debe no puede o no quiere hacerlo.
Pero, cuando llega el verano, siempre me acuerdo de otras personas mayores con mucha menos suerte. Todas esas ancianas y ancianos que son abandonados en hospitales, o en cualquier otro sitio, esas personas mayores que mueren solas, olvidadas por sus familias. Personas cuya muerte solo se conoce por las llamadas de vecinos alertados por el hedor de un cadáver en descomposición.
Aseguro que, cuando debía acudir a esos levantamientos de cadáver -después la ley permitía ir en caso de muerte natural- eran varios cada verano, y siempre me dejaban con la misma sensación de pena y profundo desasosiego. En algunos casos, en esos hogares donde habían muerto sin que nadie les echara de menos, había fotografías enmarcadas de esos nietos que jamás les visitaban.
Así que aprovechemos la oportunidad que nos da este día temático para pensar si hacemos el suficiente caso a nuestros mayores, si les damos lo que merecen, si nos preocupamos de lo que tienen y, lo que es más importante, de lo que no tienen. A veces, una llamada o una visita hacen mucho más bien que varias visitas al médico.
Hagamos que estas personas, que tanto hicieron y hacen por nuestra felicidad, sean un poco más felices. Porque se merecen eso y mucho más.