De un tiempo a esta parte, hay una palabra que me viene a la cabeza cada vez que me asomo a las redes sociales. Se trata, nada más y nada menos, del adjetivo "carroñero", que creo que viene al pelo para muchos y muchas de sus usuarios.
Según el Diccionario de la Real Academia, "carroñero" es "quien se alimenta de carroña", y, a su vez, "carroña" es "podrido, corrompido", según una de sus acepciones, o "persona, idea o cosa ruin y despreciable", según otra.
De manera que, escoja el adjetivo o el sustantivo, andaba yo bastante acertada en esa sensación de náuseas que me producen algunos mensajes en redes sociales, muchos más de los que debieran.
Es cierto que los mensajes de odio dirigidos a inmigrantes se repiten con tanta frecuencia como injusticia, pero lo sucedido esta semana, traspasaba, a mi entender, todos los límites. Ocurría a propósito de una noticia espantosa, el apuñalamiento de un niño de 11 años mientras jugaba al fútbol con sus amigos en un pueblo de Toledo.
Nada más se supo del horroroso hecho, las redes se convirtieron en un hervidero. Un hervidero de porquería, para ser exacta. Porque, además de los lógicos mensajes de condolencia, aparecían por todas partes textos que, sin ningún conocimiento de causa, aseguraban que los autores eran inmigrantes, llegando a concretar en algunos casos que eran de procedencia magrebí, y que lo teníamos poco menos que merecido por permitirles entrar en nuestro país. Mensajes estos que, huelga decirlo, instigaban hacia un odio injusto hacia un colectivo que ya tiene bastante con lo que tiene, el de la inmigración.
No es la primera vez que ocurre, desde luego, pero tal vez sea la más repugnante. Porque, por si no hubiera suficiente, semejante panda de buitres puso su diana en el joven pariente del crío fallecido que, con toda generosidad, se había erigido en portavoz de la familia y había insistido en que no se cargara contra ningún colectivo por el asesinato del niño.
Y consiguieron ponerle al borde de las lágrimas, como todo el mundo pudo comprobar en una entrevista donde contaba que había sido víctima de amenazas y acoso. Y todo eso por el simple hecho de ser una persona cabal que quería impedir que el triste hecho de que había sido víctima su sobrino fuera el motivo de un injusto linchamiento mediático de nadie. Además de decir con todo el sentido común del mundo, que había que respetar el secreto de sumario y no entorpecer la investigación.
Como sabe hoy todo el mundo, el presunto autor no tenía nada que ver con lo que insinuaban esos desalmados, pero la cosa era tan fuerte que, por primera vez desde que recuerdo, los titulares recalcaban la circunstancia de que el presunto autor es español. Y lo hacían porque no tenían otro remedio, visto lo visto.
Ahora parece que las aguas se han calmado, pero la xenofobia sigue campando a sus anchas. Y lo podemos ver casi cada día, como hace nada en el mensaje pretendidamente intrigante de un alcalde bien conocido. Y, lo peor de todo es que hay quien se cree estas cosas a pies juntillas, con los devastadores efectos que ellos supone. No hay más echar un vistazo a los resultados de las últimas elecciones europeas.
No obstante, y a pesar de que la monstruosidad cometida ya tiene un sujeto activo detenido y confeso, aún no he visto ningún mensaje de disculpa. Ninguna retractación, ninguna explicación al portavoz de la familia. A lo sumo, alguna acción de borrar a toda prisa mensajes, no tanto por arrepentimiento, sino por miedo a que les pillen. Porque quienes hacen estas cosas, además de carroña, son cobardes. El pack completo, vaya.
Me gustaría pensar que esto puede haber servido para aprender algo, pero en eso soy escéptica. No puedo esperar nada de personas que son capaces de aprovecharse de un suceso tan terrible para escupir su odio. Así que a lo que único que puedo aspirar es a que desparezcan de las redes y de cualquier otro sitio donde puedan vomitar su bilis. Tanta paz lleve como descanso dejan.
Eso sí, mientras tanto que la justicia vaya siguiendo su camino.