Hace unos días volví a oír hablar con cierta insistencia de lo que llaman "efecto llamada". La verdad es que hacía tiempo que no escuchaba hablar de ello, al menos con tanta insistencia. Pero hubo un tiempo que era el pan nuestro de cada día. O poco menos.
Hace tiempo, cuando se hablaba de violencia de género, y, en concreto, del incremento de asesinatos, siempre salía alguien con el cuento del efecto llamada. Y le llamo "cuento" porque el tiempo ha demostrado que ni hay efecto ni hay llamada. Solo machismo llevado a sus últimas consecuencias, a sus más terribles resultados.
Y es que, por más que hubiera quien se empeñara en lo contrario, resulta poco menos que increíble que alguien que está dispuesto a acabar con la vida de su pareja o de quien lo fue, de sus hijas e hijos e incluso de sí mismo, lo haga porque haya leído o visto una noticia al respecto en los medios de comunicación. Es algo demasiado enorme, demasiado importante como para que simplemente le surja la idea por imitación de algo que vio hacer a otro.
De hecho, el tiempo nos ha dado la razón a quienes negábamos la existencia de ese supuesto efecto y no se dio un incremento de la cifra de mujeres asesinadas cuando los medios más se ocupaban del tema.
Al contrario, ha sido cuando se ha bajado la guardia, cuando la violencia de género ha dejado de ocupar portadas -salvo que se trate de crímenes excesivamente morbosos o sangrientos- y cuando el consenso político se ha hecho añicos, cuando el número no solo de mujeres asesinadas, sino también el de niñas y niños víctimas de violencia vicaria se ha incrementado. Así que, de efecto llamada, nada de nada.
Por eso me llama ahora tanto la atención ese renacimiento del concepto, ese resurgimiento del efecto llamada como una suerte de comodín del público que sirve para impedir cualquier cosa. Antes, que se hablara de la violencia de género, como si los tiempos en que los trapos sucios se lavaban en casa fueran mejores. Ahora, coger el toro por los cuernos en materia de inmigración. Un tema nada fácil, dicho sea de paso.
En cualquier caso, cada día vemos cómo las fronteras se llenan de aquellas personas que llegan a nuestra tierra con menos de lo puesto, ya que no tienen nada más que su propia vida y muchos de ellos la pierden en el camino. También vemos que nuestro mar Mediterráneo se convierte en el más grande y horrible de los cementerios, el lugar donde yacen miles de cadáveres sin nombre.
Por eso, porque tomar la decisión de dejar atrás todo en pro de un futuro incierto no puede provenir de un anuncio ni de la llamada de nadie. Se debe, fundamentalmente, a que no hay vida posible si no se sale, y vale la pena arriesgarla por más difícil que sea el camino.
Una vez oí decir a un inmigrante que, tras llegar en patera, fue expulsado, que lo volvería a intentar todas las veces que fuera necesario porque su propia vida era su único patrimonio. Y, ante semejante argumento, poco se pudo decir. Ni efecto llamada ni nada.
No podemos cerrar los ojos ante lo que está pasando, y pretender que por no hablar de ello no van a seguir llegando personas desesperada, porque eso no sirve de nada. Como no servía mirar hacia otro lado y no hablar de ello para que la violencia de género dejara de existir.
Así que no busquemos excusas, si no soluciones. No miremos hacia otro lado, sino que afrontemos los problemas cara a cara. Mientras sigan existiendo lugares donde la gente no pueda vivir, seguirán existiendo sus intentos de llegar allá donde puedan hacerlo, sea donde sea y cueste lo que cueste.
En realidad, no hay más llamada que la de querer salvar la propia vida. Lo queramos ver o no.