Si me hubieran preguntado hace unos días sobre el tema de esta columna, jamás me hubiera imaginado que iba a ser este. Llevamos tanto tiempo esperando este momento que llegué a pensar que nunca llegaría. Y es que el hecho de que una mujer presida el Consejo General del Poder Judicial -y, por ende, el Tribunal Supremo- es una grandísima noticia.

Y no solo para ella, ni para quienes nos dedicamos a la Justicia, ni para las mujeres, ni para la asociación a la que pertenece o para unos u otros partidos políticos, sino para toda la sociedad. Porque, por fin, la igualdad entre hombres y mujeres ha dado un paso de gigante para dejar de ser una quimera y convertirse en una realidad.

Por eso, es el momento de echar la vista atrás para recordar de dónde venimos, para saber cómo hemos llegado hasta aquí. Y, sobre todo, para seguir avanzando.

Hoy en día a nadie le extraña ver mujeres togadas en todos los juzgados y tribunales de nuestro país. Vemos como absolutamente normal que, en cada promoción de judicatura y fiscalía, la mayoría de mujeres sea arrolladora, pero no siempre ha sido así. Es más, no hace tanto que no lo que ocurría no tenía nada que ver con lo que vemos ahora.

Porque no hace tanto tiempo en las oposiciones a la carrera judicial y fiscal se aplicaban las cuotas, que no son un invento de ahora. Y la cuota era insalvable. Un 100% de hombres, un 0% de mujeres. Por disposición de la ley.

No fue hasta diciembre de 1966 -y el día 28, vaya ironía- cuando se derogó la ley que prohibía a las mujeres el acceso a determinadas profesiones, como eran la de jueza y de fiscal, junto a otras como la carrera militar o las Fuerzas y cuerpos de seguridad.

Hasta entonces, solo unos pocos años antes se había abierto un pequeño resquicio, el que nos permitía ocupar cargos en las magistraturas de trabajo y el tribunal tutelar de menores, que se consideraba que, por su propia naturaleza, sí eran adecuados para nuestra “especial” sensibilidad. Y entrecomillo lo de “especial” porque implicaba que ser sensible era, en lugar de una virtud, una especie de defecto que nubla la razón y el recto juicio.

Los 70

Como decía, fue a finales de 1966 cuando, por fin, se derribó esa barrera legal. Pero, como es obvio, todavía tendrían que pasar algunos años para que llegaran las primeras juezas y las primeras fiscales, a principios de los años 70. Primero, con cuentagotas. Y, poco a poco, sin prisa, pero sin pausa, hasta colonizar ambas carreras por méritos propios.

Pero no nos engañemos. El techo de cristal seguía allí. Y el suelo pegajoso, también. Y no hay más que observar los escalafones para percatarnos que, conforme se suben puestos de responsabilidad, se invierte la pirámide, y ahí son mayoría abrumadora, aún, los hombres, a pesar de que en la base ocurre todo lo contrario.

No tenemos más que echar un vistazo a la fotografía de todos los presidentes y presidentas de Tribunales Superiores de Justicia para darnos cuenta de que, a lo sumo, son dos las mujeres, cuando no una sola. O ninguna, si se trata de la fotografía de la apertura del año judicial.

Pues bien, esta última ya no se repetirá. Por fin una mujer ha roto esa frontera, con la ayuda de tantas otras que han venido empujando desde hace mucho. Por fin se ha superado el último obstáculo, ese que en la carrera fiscal ya habíamos franqueado en 2015, cuando Consuelo Madrigal marcó un hito en nuestra Justicia.

Hoy es Isabel Perelló la que maca otro hito, el que nos faltaba. En ella se reflejan todos los años de lucha por la igualdad, de trabajo duro, de tener que demostrar lo que no se les exigía demostrar a ellos, de tener que cargar con todos los lastres que los estereotipos venían suponiendo. No lo hemos conseguido todo, pero hemos avanzado mucho, muchísimo.

Así que, desde aquí, enhorabuena, Excelentísima Señora presidenta. Y enhorabuena a una sociedad que, por fin, abre una de las puertas que todavía nos impedía ser cada vez más iguales.