Hasta ahora, cuando me hablaban de mujeres quemadas vivas, pensaba en la Inquisición y en todas aquellas mujeres cuyas vidas acabaron en la hoguera, condenadas por una supuesta brujería que no era más que el castigo a las que, por una u otra razón, era diferente.

Si sigo pensando, también lo de la hoguera y la muerte me hace evocar la imagen de Juana de Arco que hemos visto en tantas películas. Otra mujer quemada por causa de la injusticia, la incomprensión y la intolerancia.

Pero, por desgracia, no hace falta irse tan lejos en el tiempo. Porque hubo una mujer quemada viva cuya muerte se convirtió en un símbolo. Se trata de Ana Orantes, la mujer que fue asesinada por su marido, que le prendió fuego días después de que ella tuviera la valentía de contar en un programa de televisión el infierno de malos tratos que había vivido con aquel hombre.



Corría el año 1997, y la valentía de esta mujer, que le costó la vida, dio lugar a un cambio de paradigma en el tratamiento de los medios de comunicación a la violencia de género, que, por fin, pasó a tener una dimensión social y a no difundirse con un mero suceso.



Y, probablemente, fue esencial a la hora de cambiar la legislación y dictar la ley de medidas de protección integral contra la violencia de género en 2004, conocida como ley integral, una ley que fue y es un referente en la materia en todo el mundo, por más que haya quien se empeñe en denostarla.

Y hoy, más de un cuarto de siglo después de aquel 17 de diciembre de 1997, otra mujer me recuerda a Ana Orantes. Una mujer con la que no comparte el color de su piel, ni su profesión, ni su origen, una mujer con una vida tan poco parecida a la de ella y una muerte tan similar. 



Se trata de Rebecca Cheptegei, una atleta de élite, original de Uganda, que acababa de volver a su casa en Kenia desde París tras participar en la prueba de maratón de los Juegos Olímpicos, y a la que quien fue su pareja roció con gasolina y le prendió fuego, causándole tan graves quemaduras que falleció tras varios días en el hospital.



Un asesinato tan horrible como el de Ana, con muchos años y muchos kilómetros de distancia, y algo en común, la violencia de género. Porque es seguro que lo que Ana y Rebeca tuvieron en común, además de una muerte horrenda, fue un no menos horrendo infierno doméstico.

Días más tarde de aquel en el que el cuerpo de Rebecca sucumbió a las graves quemaduras, su verdugo, su expareja, también moría por causa de esas mismas quemaduras que se causó al asesinarla a ella. Algo que tampoco nos resulta ajeno hoy en día. Un porcentaje muy alto de asesinos maltratadores se quitan la vida después de habérsela arrebatado a su pareja, o al menos lo intentan. O hacen como si lo intentaran, que nunca se sabe.

Por todo eso quería hablar de Rebecca hoy. Para que no la olvidemos, ni nos quedemos solo con las horribles circunstancias de su asesinato. Para que reflexionemos que la violencia de género no conoce de fronteras, ni de colores de piel, ni de profesiones. Para que sigamos recordando a Ana Orantes y a todas las que le precedieron, y a las que le siguen y le seguirán si no hacemos más por evitarlo. Porque está claro que lo que hacemos no es suficiente.

Rebecca es, como Ana, un símbolo. La punta del iceberg de lo que sufren muchas mujeres cada día y el riesgo que corren sus vidas. Y no podemos dejar que su recuerdo se queme, como se quemó su cuerpo y su vida. Porque eso sería matarlas dos veces.