Todo el mundo ha usado alguna vez el conocido dicho de que "la realidad siempre supera la ficción", que suele ser poco menos que una verdad universal. Y reconozco que yo misma también lo uso con frecuencia, máxime cuando, en un trabajo como el mío, donde paso gran parte de mi tiempo con la toga de fiscal puesta, vemos de todo. Absolutamente de todo.

Pero, de un tiempo a esta parte, observo cada vez más que la realidad no es que supere la ficción, sino que casi la anula. Porque no hay más que echar un vistazo a las carteleras, tanto respecto del producto nacional como del internacional, para comprobar que los casos reales ganan por goleada.

La historia de una concejala acosada por su alcalde, la de un conductor de autobús que logró llevarlo a los barrios más lejanos de Barcelona, la de un superviviente de campos de concentración que resultó ser un fake o la historia de un grupo de música son algunos de los ejemplos que podemos ver en las pantallas grandes.

Por no hablar de las multipremiadas La sociedad de la nieve o Lo imposible, que contaba la terrible experiencia de los supervivientes de un accidente de avión en los Andes o la de los devastadores efectos de un tsunami.

Y eso no es todo. En la televisión y en las plataformas triunfan los formatos documentales o ficcionados sobre historias reales, los denominados true crime -sucesos, como se llamaron siempre- o las biopics -biografías de toda la vida- que no hacen sino reproducir, con más o menos acierto y con más o menos verosimilitud, historias reales.

Tampoco es que se trate de una novedad, ni que se vayan a llevar el premio a la originalidad. Desde hace mucho tiempo vemos películas basadas en hechos reales. De hecho, era el común denominador de muchos de los telefilmes que se emiten los domingos por la tarde, sobre todo a una hora cercana la sobremesa.

De hecho, confieso que a mí me han funcionado siempre como un fantástico somnífero. Era escuchar la voz profunda, justo antes de los créditos, en la que decía que "esta película está basada en hechos reales" y caer en brazos de Morfeo como una bendita. Y me consta que no soy la única en acusar este efecto narcótico.

Hoy, sin embargo, cada día son más habituales las obras que hunden sus raíces en una historia real que las salidas de la imaginación de los guionistas. Historias, que, además, no hayan sido ya contadas, porque otro de los fenómenos cada vez más comunes es el de los remakes de otras películas que tuvieron éxito en su día, que vamos a ver porque nos gustó mucho la primera con la que, al final, nos acabamos quedando, porque rara vez la copia supera al original, aunque se haga con mejores medios.

Y yo, que en la otra cara de mi vida me dedico a juntar letras para contar historias, echo mucho de menos la imaginación. Esa imaginación que nos hace viajar a cualquier época y a cualquier lugar sin necesidad de reproducir la historia de nadie y que cada día parece que brille más por su ausencia.

Yo sigo prefiriendo, a la hora de disfrutar de mi ocio, un cuento que una noticia, la imaginación que la fidelidad a una historia. Porque, además, me gusta no saber cómo acaba la película que estoy viendo, y que tenga la capacidad de sorprenderme que nunca tendrá una historia conocida.

Tal vez por eso, cuando alguien me viene diciendo que me va a contar su vida para que escriba una novela, declino lo más amablemente que puedo la oferta. Porque para mí no hay nada mejor que inventar historias. Mucho mejor que contar las que ya están inventadas.

Por todo eso, yo sigo pensando lo que Ray Bradbury: hay que inyectarse cada día de fantasía para no morir de realidad. Algo que buena falta nos hace en los tiempos que corren. ¿O no?