En estos días, y a propósito del juicio por la terrible muerte de Samuel Luiz, hemos podido revivir esos hechos en que, por imposible que nos resulte de comprender, una persona es atacada al grito de "maricón". Como si eso fuera una razón que justifica todo, incluso la peor de las barbaries. Y con el peor de los resultados, como ocurrió en el caso de Samuel.

Es posible que cueste de creer, pero aseguro que hechos como estos son mucho más frecuentes de lo que a primera vista pudiera parecer. Por supuesto, en pocos casos con finales tan fatídicos, pero con motivaciones semejantes. Es algo que compruebo en el día a día de mi trabajo, y que es preocupante. Muy preocupante.

Recuerdo que, cuando era niña, el término "maricón" equivalía al peor de los insultos, y se utilizaba contra quienes se sospechaba que eran homosexuales, pero también contra quien no estaba en ese caso, porque poner en duda la hombría de un varón era la peor de las ofensas.

Tal vez en el mismo nivel que llamar a un hombre "cabrón", insinuando una infidelidad de su mujer que también cuestiona la hombría, el más preciado tesoro de todo macho alfa que se precie. Eran los tiempos en que un anuncio de televisión repetía a machamartillo el eslogan "soberano es cosa de hombres". Con eso lo digo todo.

Fue a partir de mi adolescencia cuando empecé a plantearme algunas cosas, entre ellas las que se referían a la utilización de la palabra "maricón" como insulto. Y es que yo era la primera que protestaba cuando se empleaba este término para referirse a alguien con desprecio, sobre todo en el caso de algunos artistas, cuyas evoluciones en el escenario distaban mucho del modelo del estereotipo de caballero español, muy macho y muy viril.

Protestaba, porque me indignaba que insultaran a alguien porque sus maneras fueran unas u otras o porque sospecharan que, como decían entonces, transitara por la acera de enfrente. Pero no me daba cuenta de que, hasta yo, con la mejor de mis intenciones, estaba equivocada, al menos en parte. Porque, aunque lo que me indignaba era que se insultara a alguien por ser diferente, no me daba cuenta de que el término con el que querían insultarle nunca debería haberse considerado como una ofensa.

Ahora, después de mucho tiempo y muchas reflexiones, me doy cuenta de que la verdadera ofensa no está en la palabra en sí, sino en la manera en que se pronuncia y la intención con la que se utiliza, de la misma forma que llamar a alguien "negro" o "gitano" nunca debería ser un insulto, pero hay quien lo emplea y lo entiende como tal. Y eso pasaba entonces, y pasa ahora, por desgracia.

Y es que, mientras sigan existiendo personas que utilicen la diversidad como un insulto, mal vamos. Y no solo eso. Es casi peor que existan personas que se sientan insultadas porque les llaman "maricón", o "negro", o "gitano", o cualquier otro epíteto de estas características, porque eso indica que el barómetro de la igualdad en nuestra sociedad anda bastante averiado, si es que alguna vez funcionó bien.

Pero, sea como sea, lo que no podemos consentir es que siga pasando. Y para evitarlo la única manera es la tolerancia cero más absoluta. No podemos reír las gracias de quienes hacen chistes machistas, racistas, u homófobos; no debemos mirar hacia otro lado si alguien hace un comentario en ese sentido; no hemos de permitir bajo ningún concepto que se burlen de nadie por ser cojo, o tartamudo, o por tener cualquier tipo de discapacidad, y tampoco podemos tolerar que se difunda cualquier noticia falsa sobre un crimen para colgar el sambenito a determinado colectivo, sobre todo, inmigrantes.

Aunque nos tachen de amargados o nos digan que no tenemos sentido del humor. Porque hay cosas que no tienen gracia. Ni pizca de gracia.

Y recordemos siempre. Si no actuamos hoy, tal vez mañana sea tarde. Y podríamos estar lamentando otro caso como el de Samuel.