Hace la friolera de cuarenta y nueve años que escuchábamos por primera vez la famosa frase "Españoles, Franco ha muerto", pronunciadas por un lloroso señor trajeado de orejas prominentes desde nuestros televisores en blanco y negro.

Por supuesto, he dicho que aquel 20 de noviembre fue la primera vez que vimos esas imágenes porque después, entre series de televisión remember, películas sobre la Transición y documentales, las hemos visto casi más que las reposiciones de Verano Azul.

Pero hoy me acordaba de cómo recibió aquella noticia la niña que fui. Y he de confesar que lo primero que recuerdo es la reacción tan inocente como ingenua que tiene cualquier niña al saber que no va a ir al colegio durante varios días. Y yo no era una excepción, claro está. Lo de la muerte de Franco empezaba bien si suponía unas vacaciones escolares. Porque, la verdad, de todo lo demás que supuso aquella noticia, no tenía la menor idea. Como no tenía la menor idea de que Franco fuera un dictador porque ni siquiera sabía qué significaba esa palabra.

En mi descargo diré que solo tenía ocho años, y a esa edad una no se preocupa de esas cosas. Pero, aunque hubiera sido más mayor, tampoco lo sabría. Porque entonces nadie nos contaba nada. Ni de política, ni de sexo, ni de ningún tema comprometido. Ojos que no ven, corazón que no siente. Esa parecía ser la consigna.

Tuvo que pasar el tiempo y acudir a mis propias fuentes, que no eran, por supuesto, ni mi familia ni el colegio, para descubrir la verdadera trascendencia de aquella frase del señor lloriqueante de orejas de soplillo. Y, cuando, pasados dos años, se celebraron las primeras elecciones, la excitación que se percibía en el ambiente confirmaba mis sospechas de que lo que había pasado era algo realmente importante.

La intuición no me fallaba. Aquella comparecencia de Arias Navarro en Televisión española -la única televisión que había- constituía el pistoletazo de salida de una carrera enfervorizada para intentar recuperar los cuarenta años de libertad que la dictadura del en su día llamado Generalísimo nos había robado.

Había que darse prisa en reconocer cosas tan obvias en otros países como la libertad de expresión, que hasta entonces ni estaba ni se la esperaba, y aprender además a usarla, que no era moco de pavo. Y había que cambiar las leyes para contemplar algo tan obvio como que las mujeres somos iguales que los hombres en obligaciones y sobre todo en derechos.

Hoy cuesta creerlo a las jóvenes generaciones, pero las mujeres no podían hacer cosas como alquilar una casa, salir al extranjero y hasta cobrar el sueldo que ganaban -ahora que, por fin, les dejaban trabajar fuera de casa- sin permiso de su señor marido o de su señor padre.

Y de lo de tomar anticonceptivos o abortar no hablamos, porque además de delito, era pecado. Como lo era romper el sacrosanto vínculo del matrimonio, aunque te hubiera tocado en suerte una bestia parda que te diera palizas día sí y día también.

Romper con todo eso es lo que significaron aquellas cuatro palabras –"españoles, Franco ha muerto"-, como el "ábrete Sésamo" de aquella particular cueva en la que no había cuarenta ladrones sino otras muchas cosas que separaban a nuestro país de la modernidad. Aunque mejor que cueva, más bien habría que llamarla "caverna".

En cualquiera de los casos reitero que yo no era consciente de todo lo que suponía aquello, más allá de los celebrados días de asueto. Por eso me pregunto, cada vez que veo a pandillas de jovenzuelos y, lo que es peor, de jovenzuelas, decir que "con Franco se vivía mejor" si en realidad tienen la más repajolera idea de lo que están diciendo. Y la respuesta es obvia. No. Porque si en realidad lo supieran no harían semejante afirmación. Por más que crean lo contrario.

Pero no lo saben. Y es muy preocupante ver personas celebrando la figura de Franco, usando sus símbolos y emblemas y enarbolando sus banderas. Porque, a pesar de que quienes sí sabían en su día la trascendencia de lo que estaba pasando no lo hubieran imaginado, las exaltaciones a Francisco Franco van mucho más allá de cuatro abuelos nostálgicos. Y ahí está el peligro.

La verdad es que no sé si todo esto me da más pena que miedo, o lo contrario, pero es lo que hay. Y si cerramos los ojos nos pasará como le pasó a la niña que fui. Que tendremos que aprenderlo de otro modo. Y, francamente -nunca mejor dicho- espero que no sea necesario. Por nuestro bien.