Una vez más echo mano de una canción para poner título a mi artículo semanal. Pero era inevitable. Hay que reconocer que cada vez que algo o alguien cumple veinte años, se viene a la cabeza la letra del tango, y cantamos lo de que "veinte años no es nada" casi como un acto reflejo.

Cosa distinta es que de verdad esas dos décadas sean algo o no sean nada, y de eso precisamente venía a hablar hoy, al hilo del vigésimo aniversario de la ley integral contra la violencia de género que conmemoraremos este mes de diciembre.

Aparte de la broma de mal gusto de que la ley se aprobara un 28 de diciembre -¿no había otro día que el de los Satos Inocentes? - podríamos decir que la norma goza de buena salud. Pero eso, que en otros casos sería una buena noticia, tal vez en este caso no lo sea tanto.

Y es que las disposiciones de esta ley siguen siendo tan necesarias como el mismo día en que se publicó, lo cual significa que sigue habiendo muchas mujeres que necesitan de la protección legal para salvar su vida.

Significa, también, que siguen siendo tantas, que necesitan que haya una ley para ellas. Y significa, en definitiva, que todos los años seguimos restando vidas y sumando muertes por culpa de la violencia de género.

Si echamos la vista atrás, hemos de reconocer que en aquel mes de diciembre de 2004 pecamos de ingenuidad. Creíamos que el consenso que dio lugar a que la ley se aprobara por unanimidad, algo impensable en el actual contexto político, iba a durar siempre, y que seguiríamos avanzando hasta que llegara un momento en que esa ley integral fuera innecesaria. Pero ni lo uno ni lo otro.

En lo que atañe al consenso, vivimos malos tiempos. La actual coyuntura hace imposible que ninguna ley pueda ser aprobada por unanimidad y no solo eso, sino que hay que rascar votos de todas partes cada vez para lograr mayorías. Aunque eso no es lo peor.

Lo peor es que la violencia de género ha pasado de ser una cuestión de estado a convertirse en materia de rédito político, susceptible, por tanto, de dar o quitar votos conforme se trate. O conforme no se trate, que es todavía más peligroso.

De modo que algo que debería ser incontestable, como es la lucha contra la violencia de género, se convierte en una cuestión más a sacar o meter de programas electorales o mesas de negociaciones de cara a posibles pactos.

En momentos como este, recién pasado el 25 N, día internacional para la eliminación de las violencias machistas, me doy cuenta de que las cosas ya no son como eran. Las manifestaciones ya no son tan numerosas, ni generan portadas de informativos, y hasta el feminismo es incapaz de olvidar sus rencillas por un solo día.

La lucha contra la violencia de género ya no es un clamor unánime y, si quienes estamos en esta batalla no somos capaces de ponernos de acuerdo, no debería extrañarnos que el negacionismo encuentre tierra abonada para crecer y multiplicarse.

En aquel mes de diciembre de 2004 ningún líder político hubiera osado pronunciarse en contra de esta ley y de lo que significa. Hoy, en cambio, no solo la cuestionan, sino que, desde atriles públicos, hay quienes niegan que la violencia de género exista, y tachan a las mujeres de mentirosas capaces de todo con tal de lograr lo que ellos llaman una paguita.

Pensándolo bien, no sé si me atrevería a decir que estamos peor, porque, al menos, el número de mujeres asesinadas cada año ha disminuido, por más que estemos viviendo un peligroso repunte en los dos últimos años.

Pero, desde luego, no estamos mejor, porque hemos perdido esa cohesión social que ponía el músculo a la hora de seguir enfrentando esta tragedia.

Y esto es muy peligroso. Porque, cuando de la lucha contra la violencia machista se trata, no hay medias tintas. Todo lo que no sea avanzar, es retroceder.