Ya sé que es típico, repetitivo y puede resultar hasta cansino, pero es inevitable hablar en estos días de la Navidad. Y felicitar a quienes, cada semana o de vez en cuando, tienen la paciencia de leerme. Así que allá voy.

Estos días siempre nos transportan a la infancia. La mía, llena de buenos recuerdos, no sé muy bien si porque realmente las cosas eran maravillosas o porque la pátina del tiempo las ha dulcificado hasta convertirlas en una postal tan bonita como las que en aquel tiempo acostumbrábamos a mandar y recibir por correo.

Hoy las felicitaciones, si llegan, lo hacen por correo electrónico, y atrás quedaron esas líneas personalizadas y manuscritas con las que la gente felicitaba por estos días. Y la verdad es que eso sí que lo echo de menos. Me da mucha pena que el buzón no contenga más que recibos, facturas y cartas del banco. Y a veces ya ni eso, porque también se han pasado a la correspondencia digital. Qué le vamos a hacer.

Hay, sin embargo, algo que ha cambiado poco y mucho a la vez. Las casas, los centros de trabajo y las calles se siguen adornando, caiga con caiga y sean cuales sean los tiempos. No hay más que comprobar que, a pesar de la tristeza que inundaba la vida de las valencianas y valencianos tras la Dana, la Navidad vuelve a las calles. 

Lo que cambia es la manera de hacerlo. Cuando yo era niña, no había minimalismo, ni árboles navideños monocolores, ni centros de mesa de diseño ni guirnaldas ultramodernas. Entonces, cuanto más mejor, y a más brillo, más Navidad.

En mi casa el árbol se llenaba de todo tipo de adornos, de cualquier material y procedencia, que mi madre guardaba cada año, acabadas las fiestas, en una maleta de cartón, como la de la canción de El emigrante. El espumillón se colgaba en cualquier hueco o esquina que lo hiciera posible, fueran puertas, esquinas de cuadros o espejos, ventanas o estanterías. Y nunca tenían el mismo grosor ni el mismo color, ni falta que le hacía. El encanto ganaba a la estética por goleada, y la ilusión lo justificaba todo.

Ahora los árboles son de diseño, los adornos se cambian cada año en vez de guardarse en maletas de cartón y el minimalismo se impone frente al exceso de brilli brilli. Pero yo echo de menos aquello. Tal vez es porque me hago mayor, pero no me compensa esa supuesta mejora estética. Prefería la ilusión con la que poníamos aquellas cosas que, por más horteras que resultaran, simbolizaban el auténtico espíritu de la Navidad.

Y, aunque mi infancia ya conoció el advenimiento de Papá Noel, dispuesto a desbancar a los Reyes Magos, ahora hemos importado tantas costumbres que mis recuerdos de infancia se desdibujan. Yo nunca supe qué era un elfo, ni un calendario de Adviento, y ni siquiera conocía a Rudolf, el reno de nariz colorada que, pese a todo, me resulta francamente simpático.

Pero ponía el Belén con el mismo empeño y falta de estética que el árbol de Navidad, con figuras dispares y ese río hecho de papel de aluminio que era todo un clásico, junto al corcho de las montañas y el algodón en funciones de nieve. Nunca ganaría ningún premio, pero tampoco lo necesitaba.

Ahora confieso que me da pereza poner el árbol y el Belén, y acabo optando por algo rapidito y prefabricado en vez de buscar bola a bola las que hagan juego. No hay niñas ni niños en casa que vayan dando la lata con la flauta o la guitarra ejecutando -en el sentido literal del término- como hacía yo, que menuda bendita paciencia la de mis padres.

Y, después de todo esto, pienso que le hemos quitado la gracia a las cosas. Así que igual me decido a buscar un árbol naif y a colgarle todo lo que encuentre, con mucho espumillón y muchas luces. Ojalá tuviera aún la maleta de cartón de mi madre para recuperar a la niña que fui.

Ojalá recuperemos aquel espíritu. Feliz Navidad