Siempre he considerado esta columna como una ventanita desde la que me asomo al mundo. Una manera de colarme en los hogares -o en las pantallas- de quienes tengan a bien leerme. Precisamente, lo comparo con las ventanas por lo que tienen de salida al exterior, de medio de contacto con lo que hay más allá de nuestra zona de confort.

Hoy pensaba en eso cuando me he enterado de la enésima restricción impuesta a las mujeres afganas. Ahora, por si no tuvieran bastante con no poder estudiar, ni mostrar su rostro, ni ir de un lugar a otro sin permiso de un varón, ni cantar, ni hablar por la calle, se les prohíbe tener ventanas en sus casas.

Y no solo eso: los talibanes prohíben las ventanas a casas vecinas donde vivan mujeres. De este modo, no se podrán construir nuevos edificios con ventanas en estos casos, sino que se podrán tapias las de los que ya están construidos. Para que luego digan que no existe la perspectiva de género en la arquitectura. Y, a sensu contrario, la absoluta carencia de ella.

Pero, en el caso de las mujeres afganas, además de una cuestión de género, hay mucho más. Se trata de una cuestión de humanidad. Se trata de vivir o sobrevivir o, lo que es más, de estar muerta en vida.

Porque todo lo que ocurre a estas mujeres se debe al hecho de ser mujeres. Al hecho de que unos hombres han decidido someter, poseer e invisibilizar a las mujeres por el solo hecho de serlo.

No puedo ni imaginarme cómo puede ser vivir así. Por más que me esfuerce, no soy capaz de imaginar cómo es vivir sin tener ninguna de las cosas que en nuestro mundo damos por sobreentendidas, como ver el sol, ir de un lugar a otro, notar el viento o la lluvia sobre mi pelo o abrir la boca sin miedo a morir por ello.

No puedo ni imaginar cómo debe ser no ser dueña de mi cuerpo, tener que soportar todo lo que un hombre quiera hacer con él y no tener más destino en la vida que satisfacer los deseos de otro y tener hijos y más hijos, aunque me cueste la vida.

No puedo ni imaginar una vida hecha a la medida de un hombre, al que servir y contentar sin que le importe lo más mínimo lo que una quiera o deje de querer.

A las mujeres afganas se las entierra en vida. Y cada día que pasa añaden más tierra a su sepultura. Cada nueva ley decretada por los talibanes es un paso más para hundir a sus mujeres en la nada más absoluta y más cruel.

Mientras tanto, el mundo no hace nada. Más allá de los ya lejanos primeros días de la llegada al poder de los talibanes, nadie mira hacia Afganistán. Es más, volvemos la cabeza hacia otro lado, porque lo que hay es difícil de soportar.

Y es que esa falta de humanidad con las mujeres no solo es culpa de los talibanes. Es culpa de todos y cada uno de los que lo permiten, de todos esos dirigentes que presumen de democráticos, pero que ignoran deliberadamente lo que allí ocurre.

Esta vez han sido las ventanas. No alcanzo a pensar lo que será mañana, qué nueva crueldad se ensañará con las mujeres afganas mientras el mundo permanece impasible.

Pero lo que está claro es que no podemos consentirlo ni un minuto más. Porque ellas podríamos ser cualquiera de nosotras, solo con haber nacido en otro momento o en otro lugar.