Federico García Lorca la sentía como “lejana y sola”. Su jinete nunca llegaría a Córdoba. Pero, la ciudad ya no está sola. Cada año bate su propio récord de visitas superando, con creces, el millón de turistas. Un enclave privilegiado, en el centro de Andalucía, con un cautivador patrimonio monumental. La que fuera esplendorosa ciudad de Abderramán III, el califa de pelo rojo y ojos azules, mantiene y recupera su magnífico pasado.
Provincia de pueblos blancos y señoriales. Tierra de vid y olivo, de Guadalquivir plácido y cimas boscosas; de minas de hierro, plomo y cobre disputadas por antiguas culturas. Los romanos se enamoraron de su paisaje y la fertilidad de su valle. Los musulmanes la convirtieron en el centro cultural y económico de la Europa medieval.
El gran amor del califa
Medina Azahara, a ocho kilómetros de Córdoba, presume de fastuosidad a los pies de Sierra Morena. Su propio nombre encierra el misterio de historias legendarias. La tradición afirma que, en el siglo X, Abderramán III decidió edificar la más hermosa ciudad en honor a su favorita, Azahara. Sin embargo, parecen imponerse razones más prácticas. La magnificencia de la ciudad palaciega pretendía mostrar al mundo el poder y la fortaleza del nuevo Califato Independiente de Occidente.
Abderramán III no escatimó en materiales ni medios. Ricos mármoles rojos y violáceos, oro y piedras preciosas, y el trabajo artesanal de los mejores canteros, además de miles de trabajadores, hicieron posible su construcción. Medina Azahara se mantuvo en pie durante poco más de setenta años. Las sucesivas guerras que asolaron Al-Andalus, destruyeron la inmensa belleza de “la favorita” del gran califa.
Pero, incluso ahora, resulta fascinante contemplar los restos de sus arquerías, capiteles, muros, pavimentos de mármol blanco, arcos de herradura califales y su extraordinaria decoración geométrica y floral. Es todo un privilegio recorrer esa fascinante ciudad, declarada, el pasado año, Patrimonio de la Humanidad.
Arte islámico andalusí, único e irrepetible
La mezquita de Córdoba es el símbolo de todo el Occidente Islámico. Ocupa 24.000 metros de superficie y está ubicada en el corazón del casco antiguo de la ciudad. Al acceder por la Puerta del lado Norte nos rodean los arcos de herradura, las fuentes y las hileras de naranjos y palmeras. Resulta imponente entrar en la mezquita, por la puerta de Las Palmas, y encontrarse frente a un bosque de 1.300 columnas de mármol, jaspe y granito, sobre las que se apoyan 365 arcos de herradura, en los que se alternan dovelas de piedra caliza blanca y ladrillo rojo. Ni un sólo hueco queda sin decoración.
Otra de las famosas imágenes de la mezquita nos traslada al Patio de los Naranjos. El magnífico templo árabe fue modificado, en tiempos cristianos, con el añadido de una catedral de estilo plateresco. Dos culturas que han sabido pervivir a lo largo de los siglos.
Desde el Puente Romano se aprecia todo el encanto del atardecer cayendo sobre la ciudad. Situada sobre el Puente, la Torre de Calahorra acoge el Museo de Al-Andalus. En el interior, se exhibe una exposición permanente sobre las tres culturas que convivieron en la ciudad, judíos, cristianos y musulmanes. Córdoba mantiene vivos rincones que nos acercan a ese pasado.
El encanto de la diversidad cultural
La judería cordobesa encierra un laberinto de calles muy estrechas. Los balcones ofrecen una sombra capaz de estimular al paseante y, durante el verano, resulta refrescante adentrarse en sus callejones, en busca de rincones curiosos. Ahora, con menos calor, se puede pasear con calma hasta localizar la sinagoga o encontrar la estatua del famoso médico Maimónides.
Además, en el casco histórico cada vivienda esconde un hermoso rincón. Las casas blancas crean el mejor fondo para unos patios cargados de macetas con flores y plantas. Una decoración espectacular, natural y vivificante para los secos días de Córdoba. La próxima primavera, los cordobeses competirán, como cada año, por mostrar el patio más bonito. Todo un espectáculo, en el que los hogares abren sus puertas para que cualquier visitante pueda admirar su colorido y su buen gusto.
Desde la Puerta de Almodóvar hasta la muralla, el agua y la vegetación verde de los jardines alivian el recorrido. Traspasada la muralla, a través del arco, alegra el alma encontrarse con una encantadora plaza rectangular que, con buen tiempo, invita al visitante a probar las exquisiteces de los mesones, al aire libre. Su estanque cuadrado, rodeado de doce jóvenes naranjos, aparece como una auténtica postal.
El exquisito paseo no estaría completo sin probar su gazpacho, su salmorejo o las impresionantes berenjenas con miel. El esplendor de Al-Andalus ha dejado su impronta en esta encantadora ciudad, con vistas al Guadalquivir.
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