Tanto la fragilidad como la sensibilidad han estado asociadas durante toda la historia a personas débiles, que no saben manejar sus emociones y mucho menos, frenarlas. 

Nos han educado bajo la premisa de que hay una separación estricta entre la razón y las emociones. Desde pequeños nos enseñan que no hay que tener miedo, ni mucho menos llorar, sino que se trata de ser una persona sensata y fría, sin hacer caso a todas las emociones que nos hacen tomar buenas decisiones.

Lo cierto es que la fragilidad emocional está muy lejos de parecerse a la sensibilidad. Mientras que ser una persona sensible es una cualidad, una persona frágil no tiene los recursos necesarios para gestionar los estados internos más complejos.

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En este contexto, la fragilidad emocional surge de la forma en que procesamos nuestras emociones y nuestra relación con ellas

Tenemos miedo a nuestras emociones. Por ese motivo adquirimos el hábito de huir o intentar deshacernos de ellas, porque son dolorosas o porque no comprendemos por qué están presentes. 

Al final, terminamos por hacer una montaña de un grano de arena, simplemente por no aceptar qué sentimos. Una pequeña preocupación se convierte en un día entero de ansiedad, una crítica se transforma en horas de inseguridad o un acto grosero lleva consigo días de reflexión preguntándose el motivo.

Es cierto que hay muchos conceptos y circunstancias que contribuyen a la fragilidad emocional, sin embargo, son nuestros hábitos los que la mantienen.

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El primer paso para aprender a manejar las emociones es aceptar que las tenemos y comenzar a convivir con ellas. Estos son los siete hábitos que tienden a pensar y realizar las personas emocionalmente frágiles.

Tratan de arreglar las emociones dolorosas

Las emociones dolorosas son necesarias. Si no conociéramos la tristeza, nunca sabríamos cómo sabe la felicidad. Por este motivo, intentar arreglar o deshacernos de las emociones dolorosas solo nos hace más vulnerables a ellas a largo plazo.

Si estamos constantemente evitando o intentando arreglar sentimientos dolorosos, estamos entrenando a nuestro cerebro para que les tenga miedo y sienta ansiedad cada vez que aparecen.

En el momento en el que tratamos a nuestros sentimientos como problemas, comenzamos a sentirnos de esa forma. ¿La solución? Darles la bienvenida. Enseñarle a nuestro cerebro que aunque las emociones sean dolorosas, como la ansiedad o la pena, son necesarias y no está mal pasar por ellas. 

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Se critican por sentirse mal

Sentirnos mal por sentirnos mal tiene un efecto muy evidente: sentirnos aún peor. Así como también empeora nuestra forma de gestionar la situación. Esa situación ya es bastante dura como para criticarnos duramente por lo que está pasando por nuestra cabeza.

Lo cierto es que, en ocasiones, son otras personas las que intervienen: "No es para tanto", "te pones así por cualquier tontería", "no te hagas la víctima", etc., comentarios que alimentan nuestra autocrítica. 

En este punto, esas respuestas que queremos darles, "tengo derecho a sentirme así", "lo que a ti te parece una tontería para mí es importante" o "a cada persona le afectan las cosas de forma diferente" debemos aplicarlas en nosotros mismos. 

Se pierden en la preocupación

¿Cuánta confianza tendrías en un líder que está constantemente pensando en negativo, desconfía de sí mismo y está preocupado por cómo no será capaz de manejar las dificultades en el futuro?

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La preocupación entrena a nuestro cerebro para pensar que cualquier cosa que pase va a ser horrible, y nunca vamos a poder manejarla. Nos preparamos para lo peor ante un problema a resolver.

La ansiedad, en muchas ocasiones, está caracterizada por una preocupación excesiva que acarrea consigo una serie de problemas de salud. Cuanto más amplia es esta preocupación, más responde nuestro cuerpo.

Viven en el pasado

Vivir en el pasado es una manera de perderse el presente. Lo que también se traduce en una preocupación excesiva y una crítica constante a todas las veces que hemos 'metido la pata'.

Es fundamental aprender de nuestros errores, para no repetirlos. Sin embargo, muchas personas no son capaces de dejarlos atrás y viven constantemente pensando en ellos, lo que acarrea consecuencias.

Usan a otras personas para sentirse bien

A todos nos sienta bien el consuelo de otras personas, su apoyo y compañía en las situaciones difíciles. El problema se da cuando dependemos de ellas para sentirnos bien.

Si estamos constantemente buscando a alguien para que nos consuele, estamos enseñándole al cerebro que nosotros mismos no sabemos manejar las situaciones difíciles. Cada vez que se dé una y no tengamos a nadie en quien apoyarnos, no sabremos qué hacer.

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No imponen límites

Poner límites significa hacernos saber qué personas y, sobre todo, qué emociones necesitamos y queremos. No significa defender a capa y espada nuestra opinión, sin respetar las de otras personas, sino tenerles en cuenta a la vez que nos tenemos en cuenta a nosotros mismos.

Consiste en expresar lo que queremos, pero también aquello que no. Sin olvidarnos de las necesidades y deseos de las demás personas. Establecer y hacer cumplir unos buenos límites es una señal de respeto a uno mismo.

Intentan siempre estar felices

La felicidad podría considerarse como el estado de ánimo más placentero de todos. Sin embargo, no podemos estar felices todo el tiempo. Cuando insistimos en sentirnos siempre bien, invalidamos el sentirnos mal.

En el momento en el que una emoción no se acerque al nivel de satisfacción y placer que nos produce la felicidad, vamos a entender que la forma en la que nos estamos sintiendo es mala.

No se trata de sentirse bien o mal, se trata de tener una relación sana con lo que sea que sentimos. Si entendemos e identificamos nuestras emociones, desarrollaremos una fortaleza emocional que nos ayudará a estar un paso más cerca de lo que queremos ser.