Daniel Hidalgo

Letras El cuento de enero

'Escarnio', un cuento inédito de Jacobo Bergareche

El autor de 'Las despedidas' firma este relato en el que un vergonzante secreto hace peligrar el verano de Diego en Deba.

14 enero, 2024 01:06

Rocío no había conseguido poner en marcha el calentador. Le daba miedo hurgar en él, y que explotara la casa de sus tíos justo el día en que por fin le habían ofrecido dinero por cuidar de sus primos pequeños. Diego tendría que ducharse con agua fría. Tampoco era una tragedia, le dijo, el agua de la playa estaba mucho más fría y tú te metes hasta en días nublados. Sé un hombre.

Diego se armó de valor, decidido a ser un hombre para su prima mayor, y empezó a ducharse. Al principio le daban ganas de gritar y respiraba de forma entrecortada, pero pasado un minuto se había acostumbrado a la temperatura y empezó a enjabonarse las axilas y las ingles, que es donde su madre le recordaba que se concentraban los malos olores. Allí había que frotar bien y enchufar el chorro de agua. Mientras se repasaba los testículos, contraídos por el frío, comenzó a palpárselos. Solo era capaz de notar uno a través del escroto. El otro había desaparecido. Sintió terror: en algún momento de aquel día, o del verano –no era capaz ya de recordar la última vez que se vio con sus dos testículos–, un testículo se le había desintegrado y reabsorbido.

Salió sobresaltado de la ducha, aún con champú sin aclarar. Se puso el pijama, mojado, y corrió a esconderse en la cama, tratando de contener el llanto. Ya no sería un hombre, pensó, no tendría mujer ni hijos.

Rocío le llamó a cenar. Sus hermanos estaban esperándole para empezar. Diego no era capaz de salir de la cama, ni de contestar. Hundía su cabeza en la almohada. Rocío entró en el cuarto, se sentó en la cama, le acarició y le preguntó qué le pasaba. Diego le dijo que tenía un problema muy, muy grave, tan grave que no tenía ni hambre. Ella le prometió que jamás contaría nada, que era buena guardando secretos. También era muy buena dando consejos, aseguró, daba los mejores consejos a sus amigas. Diego le hizo jurar por muchas cosas antes de contarle la verdad a su prima mayor, que con catorce años, y unos pechos crecientes, suponía que sabría ya algo de sexo.

Solo tengo un testículo, le dijo mirándola seriamente. Rocío no pareció sorprenderse, su gesto siguió igual, su tono no se alteró: eso da igual, dijo. No pasa nada por tener solo uno. Venga, vete a cenar.

Salió sobresaltado de la ducha, aún con champú sin aclarar. Se puso el pijama, mojado, y corrió a esconderse en la cama

Diego no sabía si era una gran actuación de su prima, que para calmarle fingía tranquilidad ante su terrible confesión. Ella le dio la mano y le llevó a cenar con sus hermanos. No hablaron más del tema esa noche.

Nada más despertar al día siguiente, Diego recordó el drama del día anterior, tendría ahora que contárselo a sus padres, ir a un médico. Nada bueno le esperaba. Se palpó el escroto. Estaba ahí de nuevo. El testículo desaparecido había vuelto. Sería que el chorro de agua fría de la ducha lo habría mandado al interior de su vientre, no se explicaba muy bien qué habría podido pasar, por qué conducto puede un testículo esconderse y volver a aparecer, pero lo cierto es que allí estaba, como siempre. Pasó un momento tocándose con alegría, pero pronto esa alegría cedió ante una nueva angustia: tendría que acudir a su prima Rocío para decirle que todo era una equivocación, y que en realidad nunca había dejado de tener dos testículos. Rocío entonces creería, pensó, que eso solo lo decía porque se había arrepentido de haberle confiado un secreto tan bochornoso. Tras su angustia de ayer y tras haberle hecho jurar a Rocío solemnemente que no contaría nada, no veía otra manera de desmentir que le faltaba un testículo que desnudándose delante de ella, y no se veía capaz, no con sus pequeños huevos infantiles, sin ningún atisbo de aquel vello púbico que Diego suponía a la mayoría de niños de su edad, y que Pablo, el hermano de Rocío, con solo un año más que él, poseía por todas sus ingles de forma profusa y se lo había mostrado orgullosamente a todos los primos pequeños hacía un par de días, en el agua, entre ola y ola, bajándose el traje de baño con una carcajada y un gesto grosero, agarrándose los genitales con la mano con gesto triunfal.

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No, no le enseñaría nada. No le diría nada más a Rocío sobre aquel episodio misterioso de su testículo huidizo. Aquel día fue a la playa en bicicleta con sus hermanos pequeños y dos primos de su edad. Cuando llegó vio que su prima ya estaba con todos sus amigos instalada, junto a su hermano Pablo, en esa cuadrilla donde ya se mezclaban niños y niñas, con todas sus toallas puestas a escasos centímetros unas de las otras. Rocío le vio, y le saludó desde lejos.

Diego apenas levantó una mano para saludar de vuelta. Pensó que sería inevitable que Rocío confesara a sus amigas, y a Pablo, que su pobre primo Diego, aquel chico de Madrid que tenía miedo a las olas y jugaba torpemente al frontón, estaba atormentado porque solo tenía un testículo. Era un cotilleo demasiado jugoso como para que una boba como Rocío, siempre rodeada de chicas y chicos, dando consejos a todos, se guardase para siempre. Diego pensó que lo mejor sería poner la toalla en el otro extremo de la playa, lejos de la mirada delatora de su prima, lejos de las carcajadas groseras de su primo Pablo, el de los huevos peludos, que seguro que ya estaba haciendo chistes sobre su supuesto testículo único.

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Ese verano Diego no volvió a hablar con Rocío, ni con su admirado primo Pablo, ni con ningún miembro de su extensa cuadrilla a la que pertenecían los hermanos mayores de sus amigos. Todos lo sabrían y todos lo hablarían, algunos con mofa y otros con compasión. Dejó también de hablarse con los padres de Rocío y Pablo. Dividió paulatinamente a toda la comunidad de veraneantes entre los que cuchicheaban sobre su defecto genético, su falta de hombría, y los que aún no.

Impuso por la fuerza a sus hermanos pequeños y a los primos de su edad un éxodo a los rincones oscuros de la plaza, los extremos apartados de la playa donde empiezan las rocas. Promovía extenuantes excursiones en bicicleta cada vez más alejados de las miradas de los veraneantes. Así logró hacerse invisible hasta la vuelta a Madrid en septiembre.

Diego volvió a Deba con la misma determinación de eludir el escarnio de todos los que le miraban convencidos de que era un semicastrado

Al verano siguiente, Diego volvió a Deba con la misma determinación de eludir el escarnio de todos los que le miraban convencidos de que era un semicastrado. El primer día de playa trató de pastorear a su cuadrilla hacia el inhóspito extremo de la playa, junto a las rocas, lejos de ese lugar central donde Rocío extendería su toalla rodeada de todos los chicos mayores, mirando y siendo vista por todos. No pudo convencer a nadie de que le acompañara a su destierro. Ese año los primos de su edad tenían claro que debían instalarse en el centro de la playa, a la vista de las chicas. A partir de ahora, tendría que acostumbrarse a pasar el verano en soledad o bien debía acallar el humillante rumor.

Le bastaron dos horas solo, con un libro, junto a las rocas, para entender que el verano se le iba a hacer demasiado largo. Se levantó y caminó con determinación hacia el centro de la playa, que era la toalla de Rocío, marchaba con solemnidad, evitó el contacto visual con nadie, haciendo oídos sordos a los saludos. Al verle, Rocío se tiró a darle abrazos y besos, no le veía desde hacía un año. Diego se mantuvo frío, casi pétreo. Siguió su guion rigurosamente. Tengo que hablar a solas contigo, es un tema serio, le dijo tartamudeando, las palabras se le caían de la boca como si fueran piedras pesadas. Sentía su corazón latir con estruendo, por encima de su hilo de voz. Le pidió que le acompañara hasta las peñas bajo la casa del notario. Rocío le miró extrañada: qué te pasa. Él no dijo nada, partió hacia las oscuras rocas sin mirar hacia atrás, confiado en que Rocío le seguiría caminando por la arena mojada.

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Pero a dónde vas, dime algo, le decía Rocío sin lograr que Diego, que se adentraba entre las peñas cortantes, se volviera para contestarle. Cuando ya nadie podía verles, Diego se giró repentinamente y se bajó el traje de baño.

–Pero qué haces– contestó Rocío con la cara desencajada, tapándose los ojos.

–Para que no digas que solo tengo un huevo– le dijo y se subió rápidamente el traje de baño.

–¿Por qué iba a decir eso?

–Porque yo te dije que sólo tenía uno, pero tengo dos.

–¿Qué dices? ¿Cuándo?

Lo único que Rocío acertaba a recordar de aquella noche en que les cuidó, es que los padres de Diego llegaron algo borrachos esa noche y le pagaron dos mil pesetas, quinientas más de lo que acordaron. 

Jacobo Bergareche (Londres, 1976) abandonó la facultad de Bellas Artes para estudiar Literature and Writing en el Emerson College de Boston. Es escritor, productor audiovisual y guionista. Ha publicado el poemario Playas (2004), la obra de teatro Coma (2015), la colección de libros infantiles Aventuras en Bodytown (2017) y el ensayo autobiográfico Estaciones de regreso (2019). Se estrenó en la novela con Los días perfectos (Libros del Asteroide, 2021), traducida a diez idiomas, y acaba de publicar Las despedidas (Libros del Asteroide, 2023).