La ciudad de Alicante cuenta con numerosas leyendas que tratan de explicar el origen de algunos de los lugares más fantásticos de la ciudad. Una de las más conocidas es la leyenda de La Cara del Moro. La narración trata de dar respuesta a la misteriosa forma rocosa del monte Benacantil situado en el castillo de Santa Bárbara. Aunque hay varias versiones, esta leyenda está basada en el la obra ‘Leyendas Alicantinas’ de Agustina Ruiz de Mateo y Juan Mateo Box, publicado por el Instituto de Cultura Juan Gil-Albert en 1989.
Cuenta la leyenda que el príncipe musulmán Ben-Abed-El Hacid vivía en la fortaleza de Benacantil junto a su hija, Zahara. El Hacid era un hombre malvado y déspota al que solo le importaban dos cosas: acumular oro y riquezas, así como su querida joven hija. La historia se desarrolla en las primeras décadas de la dominación árabe. Los habitantes del territorio estaban obligados a obedecer a los dirigentes árabes, y el descontento y la desidia se habían apoderado de la ciudad.
Las fiestas en el castillo del príncipe Ben-Abed eran un evento de lo más común. Puesto que al soberano le encantaba presumir de sus riquezas junto a la más alta nobleza del reino. Esos días, el príncipe organizaba todo con detalle. La fortaleza debía estar impecable, los trajes limpios y el menú, compuesto de los mejores manjares de la época.
Objetivo: prometer a la princesa
Todo lo preparaba el príncipe con devoción, con la esperanza de que una de esas fiestas sirviera para prometer a Zahara con un apuesto caballero musulmán. Sin embargo, las fiestas y las celebraciones iban sucediéndose una tras otra sin que la princesa mostrara interés por alguno de los hombres.
En una de esas fiestas, la princesa cansada de galanterías salió a caminar por el jardín. Le encantaba hacerlo porque esos ratitos de paz le hacían evadirse de la realidad, y de las exigencias de su padre para que encontrara pronto un marido poderoso. La brisa empezó a correr y el sol ya se estaba escondiendo cuando de pronto escuchó un ruido que provenía de detrás de los rosales.
Zahara pensó que se trataba de algún animal escondido, y su curiosidad le animó a acercarse para descubrirlo. Cuando estaba a punto de hacerlo, un joven la sobresaltó saliendo de detrás del escondite. El chico le pidió que, por favor, no se asustara, que su intención solo era la de conocerla y poder comprobar con sus propios ojos lo que la gente decía de su belleza.
La princesa lo miró de arriba abajo y dudó qué hacer. Era alto, moreno y para disgusto del príncipe, el hijo de su peor enemigo, el conde García de Oñate. Finalmente, Zahara ayudó a Fernando a escapar, ya que si lo descubría su padre lo habría mandado directo a la horca. Zahara acompañó a Fernando y los dos desaparecieron a través de un pasadizo secreto que atravesaba todo el castillo hasta el exterior.
Encuentros secretos
Las semanas pasaron y los encuentros a escondidas entre los dos jóvenes pasaron a ser algo habitual. La hija del príncipe se enamoró locamente del primogénito del conde, quien también habría hecho cualquier cosa por casarse con la princesa. Pero eso era algo que Ben-Abed jamás permitiría. El soberano musulmán comenzó a sospechar de que algo pasaba, y pensó que la mejor solución sería casar de inmediato a la princesa con el Sultán de Damasco.
Ante la iniciativa de su padre, la princesa se negó rotundamente y le confesó que estaba enamorada de otra persona. Ben-Abed zarandeó a Zahara para después abofetearla varias veces. Tras la tremenda paliza del príncipe a su hija, a esta no le quedó otra opción que contarle que su corazón en realidad pertenecía a un cristiano, Fernando.
Ben-Abed le prometió a su hija que lo mataría, y que mientras él estuviera vivo jamás permitiría la unión. La princesa, al escuchar las palabras de su padre, enfermó y su estado de salud iba empeorando con los días. Su alteza, Ben-Abed empezó a preocuparse por la salud de su hija que llevaba días sin comer ni dormir, y cuya única actividad era la de llorar.
Una trágica promesa
Entonces Ben-Abed le propuso a su hija hacer un pacto. “Zahara, si mañana las laderas de Benacantil aparecen cubiertas de blanco, te daré la libertad para casarte con quién quieras. Pero si eso no ocurre, tendrás que obedecerme hasta el final de mis días”. La princesa desesperada aceptó la propuesta del padre y la noche empezó a caer sobre el castillo.
A la mañana siguiente, Zahara que casi no había conseguido dormir durante la noche lo primero que hizo fue asomarse por las ventanas del castillo. En efecto, no había nevado, pero para su sorpresa todos los almendros del monte habían echado su flor, y un manto blanco cubría las laderas. La primogénita del príncipe corrió para decirle a su padre que había ganado y que por lo tanto, él debía cumplir su promesa. Pero la joven llegaba tarde, puesto que el cuerpo de Fernando llevaba horas colgando de lo alto del torreón.
La princesa intentó salvarlo, pero cuando llegó al torreón su amado ya estaba muerto, y lo único que podía hacer por él era seguir llorando. Zahara agarró la cuerda para intentar soltarlo, pero tras varios intentos la cuerda no pudo con el peso de los dos, y esta se rompió, arrojando al precipicio a la pareja.
El príncipe que lo estaba viendo todo desde lejos, corrió a salvar a la princesa pero como tampoco llegó a tiempo se tiró por el acantilado perdiendo la vida, y su cuerpo quedó apresado entre los riscos y matorrales que forman el Matxo del Castell.
A la mañana siguiente, el pueblo estaba conmocionado por la triple pérdida, pero sobre todo con otro suceso que había ocurrido en el monte Benacantil. La cara del moro estaba labrada en la roca y nadie tenía una explicación lógica.
¿Quién podía haber dibujado la cara de Ben-Abed ahí? Por lo que un bulo empezó a circular por la ciudad, y este decía que una fuerza divina había castigado al moro, y su rostro permanecería para siempre azotado por los vientos, la lluvia y las altas temperaturas.