Los países, los territorios, como la propia historia, como las mismas vidas, se crean y se destruyen. La ley del más fuerte siempre acaba imperando, por más que el paisaje social y político se edulcore con amalgamas de instituciones, entidades, delegaciones, asambleas, asociaciones, confederaciones, consejos, comités, redes y chiringuitos varios, en una suerte de poderes y contrapoderes que se enmarañan, equilibran, contradicen, entorpecen y molestan unos con otros, como nuevos ricos condenados a vivir en un vecindario complejo y ruidoso.
Cuando la madre naturaleza se harta, cuando llueve a mares o no cae una puñetera gota, cuando nieva y sigue nevando o no asoma ni un triste copo, cuando apedrea o el sol agosta los cultivos, cuando lanza huracanes o sesga vidas con una dana, entonces, sí, la naturaleza recuerda que la ley de la selva es la única que siempre ha imperado y seguirá estando allí, por lo siglos de los siglos.
En esas situaciones límite, que empequeñecen al mismo Dante, se elevan voces nostálgicas, que añoran otros tiempos, otras formas de organizarse, otros centros de poder y poderíos nada soft, nada kind, con mucho músculo, con mucha más testosterona de la que podríamos asimilar en condiciones normales.
Es entonces, en ese momento del caos, cuando aprovechan quienes han vivido como reyes o reinas en toda esa amalgama de instituciones amables para reconvertirse en paladines de lo que sea menester. Adaptarse o morir de inanición. Eso nunca.
El caos es la ocasión que tiñe de falso puritanismo y mucha dignidad a quienes vivieron de hacer el caldo gordo a diestro y siniestro, de crear super amiguis a derecha e izquierda, o a ultraderecha o ultraizquierda.
Este y solo este es su momento para que, desde sus rancios y revenidos tronos de opinión, olviden deprisa-deprisa cualquier plato que hayan roto por acción u omisión, nos pretendan hacer olvidar que nunca jamás dieron palo al agua, y claman por un poder central fuerte y musculado.
Los nuevos conversos de la ley y el orden lloran y lloriquean por un papá-Estado que ponga y nos ponga a casi todos en nuestro sitio (salvo a ellos o ellas, claro, cuyo cuello siempre será más largo, más listo y más henchido que el resto).
Todo lo que alguna vez denostaron se convierte ahora en un ungüento amarillo mágico, aunque su contradicción suponga autoinfligirse una severa moción de censura, un jaque mate, un delete all a todo lo que alguna vez defendieron (o cobraron por ello) en sus instituciones, entidades o consejos donde trabajaron.
Reconozco que disfruto mucho, muchísimo, cuando localizo esas contradicciones. Me brota entonces todo mi ramalazo somarda, esa forma de ser que los aragoneses tenemos aquí dentro, tan profunda, tan impregnada en nuestro ADN, y que merecería ser reconocida como patrimonio inmaterial.
Algunos pretendidos ilustres e ilustrísimas que siempre vivieron del autonomismo, del provincialismo o del cantonalismo encuentran ahora, entre escombros, cascotes y fangos, su particular ahora o nunca para reinventarse en dignos neocentralistas, al albur de danas y añoranzas. Una mezcolanza perfectamente imperfecta para su discurso.
En esa transformación, en esa huida del barco, siempre me vienen a la mente dos palabras que quieren resumir la pobreza de los territorios y de las personas que fueron y ya no son, que anhelaban y ya no suspiran, que querían y ya apenas pueden: “pobre Aragón”.
“Pobre Aragón” merece una, mil columnas, que irán aflorando, que serán tecleadas por estos dedos conforme surja la rabia de lo que fuimos, de lo que pudimos llegar a ser y tal vez no alcanzamos. Pero este no es un país para sueños rotos. Acorralados por territorios con mucho empuje -y, a veces, malas artes, hay que reconocerlo-, nuestra triste e intermitente rasmia aragonesa espera tiempos mejores, convencida de que, alguna vez, podamos volver a ser.
Posiblemente lo veamos, sí. Probablemente habrá un día en que todos, al levantar la vista, veamos una tierra que ponga Aragón, por mucho neocentralista que se tercie. Me tomo la libertad de pensar que así será. Y de que los campos desiertos de nuestro Aragón volverán a granar unas espigas altas dispuesta para el pan.
Cuando desfallezcamos, el espíritu de Labordeta jurará en hebreo y pegará un puñetazo en la mesa, allí al fondo, para que sigamos empujando la historia con rasmia, cada uno desde el sitio que quiera y pueda, pero siempre adelante, siempre entadebán.