José María Mateos/Flickr

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Cinco mil caracteres bien valen para defender un libro

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Por Juan Pedro Iglesias García, @jiglesiasgarci

El otro día escribía sobre la Cuesta de Moyano y recordando, me vino a la memoria la primera vez que la visité. Lo hacía de la mano de mi abuelo, al que le gustaban los libros.

Ese rincón del Madrid cultural, que como referente único e indiscutible del mundo de los libros, representa para los madrileños un emblema literario al que, como un sumidero, acuden montoneras de libros. Cada uno de ellos tiene una o varias historias que contar. Mi abuelo decía que los libros que en aquel lugar se vendían eran libros cansados de tanto viaje y que por ello acudían allí para hacer una parada y seguir con posterioridad su largo camino.

Era una manera de contarme cuanto amaba él los libros y provocar en mí cierta ilusión por ellos. Más tarde entendí, que los libros no morían. Que los que sí lo hacían eran sus dueños cuando dejaban este mundo terrenal.

Pasados unos años, cuando mi abuelo falleció, algunos de sus libros llegaron a mi casa. Otros, se deshizo de ellos mi abuela dándoselos a una vecina que conocía a un librero de Madrid.

Siendo adulto, un día recorría como en otras ocasiones las casetas y los puestos de la Cuesta Moyano. Allí, los libreros se afanaban en colocar sus libros de la mejor manera y ordenados. Antiguos, enciclopedias, diccionarios, revistas, cómics, etc. En la sección de novelas y varios, había separadores de cartón que anunciaban los precios y separaban en filas los libros; a 3, 5 y 9 euros, rezaba un cartel. Otros, sin embargo, yacían amontonados por falta de espacio en la trasera de los puestos. Montañas y montañas de libros apilados aparecían sin orden ni concierto haciendo verdaderos ejercicios de equilibrio para no caer al suelo.

En uno de los puestos, en donde yo me encontraba, un señor tenía en sus manos un ejemplar de las Novelas Ejemplares de Cervantes, bien cuidado, con tapas duras, de la editorial Sopena. Mientras lo miraba, yo hacía lo mismo sin quitarle ojo. Era un buen ejemplar y bonito por las ilustraciones.

No parecía tener intención de comprarlo sin saber antes su precio. Lo normal en Moyano es entregar al librero los libros que quieres, los pagas y fuera. También se los puedes enseñar, y si no tienen precio marcado el te dice, tanto o cuánto.

Algún regateo he visto, pero cuando preguntó el precio al librero, y éste le dijo que 25 euros, le pareció caro y lo volvió a dejar en su sitio. Terminada su faena, se marchó. En ese mismo instante, cogí el libro de Novelas para verlo más de cerca. Parecía mentira, pero no tenía un ejemplar de Novelas Ejemplares así de bonito y en tan buen estado. Acto seguido, le dije al librero que me lo quedaba.

A su lado se había quedado un hueco con un libro de tapas duras de color azul y de bordes algo gastados. Su título era, El Difunto Matías Pascal de Pirandello. Lo cogí y al abrirlo para ver la contraportada, jamás pensé que pudiese encontrarme el nombre y la firma de mi abuelo en ese libro.

Por un momento, el tiempo se detuvo para mí. Se hizo un silencio absoluto. Ojeaba el libro intentando encontrar alguna reseña de mi abuelo, algo que olvidado en su interior pudiese devolverme a la realidad de un tiempo ya vivido. Pero no encontré nada, solo en mí su recuerdo y memoria. Levanté los ojos del libro y se lo dije al librero. ¿Sabe?, este libro perteneció a mi abuelo. Lleva su firma y nombre. Me miró y sonrió poniendo cara de curiosidad, como diciendo: la vida te da sorpresas, amigo.

Sólo me cobró el libro de las novelas ejemplares y como en el final del prólogo del Quijote, me fui de allí con un “vale” a modo de tener salud y ser suficiente. Adiós amigo, le dije, muchas gracias.

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