Por Sergio Pozas Iglesias
Si por alguna facultad es reconocible en el mundo el presidente de los Estados Unidos de América es por su capacidad de actuar en materia de política internacional. Tendemos por error a creer que su poder es mayor en el ámbito interno del que en realidad le corresponde, pues si bien ostenta competencias en dicho plano, la configuración del edificio constitucional estadounidense, basado en una rígida separación de poderes así como en la visión liberal de la mayoría de los ciudadanos plasmada en la desconfianza hacia el Gobierno Federal, del que la Presidencia es cabeza visible, hace que su poder se encuentre muy limitado. Primero al tener que contar con el apoyo del Poder Legislativo para la adopción de importantes decisiones, y luego por encontrarse sometido al control del Tribunal Supremo, cuyos magistrados, nombrados por el Presidente y confirmados por el Senado, ejercen con carácter vitalicio, lo que favorece que sus actuaciones se realicen desde la más estricta independencia respecto a los poderes que han intervenido en su nombramiento.
De todos es sabido que el segundo mandato de un presidente estadounidense, sobre todo en su recta final, tiene por objeto configurar el legado en virtud del cual será recordado en las páginas de la Historia, y por ello la visita de Obama a Cuba cobra una especial trascendencia.
Los Estados Unidos de América, con sus luces y sombras, ha tenido a gala ser el faro de la democracia en el mundo y, aunque en ocasiones ha actuado movido exclusivamente por su propio interés, podemos decir desde territorio europeo que su contribución a la victoria ante la Alemania nazi, en primer lugar, y la oposición a los regímenes comunistas de la Europa del Este, en segundo, ha facilitado, cuando no contribuido en gran medida, a que la forma de gobierno democrática se asiente en nuestro continente de una manera estable y duradera.
Pues bien, el legado que parece haber elegido Obama para pasar a la Historia ha sido lo que él mismo ha denominado "reconciliación con Cuba". Aunque esta línea deberá venir refrendada por su sucesor, constituye ya de por sí un acontecimiento histórico que hay que analizar desde el punto de vista geoestratégico en un momento en el que todo el tablero geopolítico se está redefiniendo, con actores que están recuperando el peso internacional de antaño, como Rusia, y con otros, claramente emergentes, asumiendo el papel de auténticas potencias internacionales, como China.
Muchos se han preguntado por el sentido de esta "reconciliación" entre ambas naciones. La respuesta quizás haya que encontrarla en la necesidad de Estados Unidos de volver a ejercer auténtica influencia en lo que desde el siglo XIX se ha denominado su patio trasero, sobre todo ahora que parece que los movimientos populistas en el continente americano empiezan a mostrar signos de debilitamiento y retroceso, de lo que son muestra naciones como Argentina, y puede que, muy pronto, Bolivia, Venezuela o Brasil.
Siendo dicha motivación comprensible, lo que se ha echado en falta por parte de Obama es haber renunciado a ejercer una presión pública lo suficientemente relevante sobre el régimen comunista cubano en materia de respeto de los derechos humanos, habiéndose permitido el lujo Castro de negar en presencia del mismísimo presidente norteamericano la evidencia de la existencia de presos políticos, cuando está más que contrastado por organizaciones internacionales y entidades independientes que las libertades públicas en la isla brillan por su ausencia.
Del mismo modo que hay quien no quiere que la verdad estropee una buena noticia, hay quien pretende que la lucha por el ideal democrático no sea un obstáculo para la satisfacción de determinados intereses económicos y geopolíticos. Pero si por algo debiera ser recordado Obama es por haber continuado la labor de sus antecesores en la escena internacional, siendo si no ya el faro de la democracia, lo que constituye un objetivo verdaderamente presuntuoso, sí al menos el lejano rayo de luz de esperanza de muchas personas que miran a su país como el símbolo de las libertades individuales. Por lo tanto, desde muchos ámbitos se agradecería que tratara de hacer compatible esa nueva etapa de reconciliación con una mayor exigencia democrática hacia los gobernantes de la isla caribeña, no vaya a ser que muchos se cuestionen si la resistencia realizada durante tantos años o el exilio sufrido por miles de ellos ha merecido la pena o hubiera sido más conveniente mantener una actitud más condescendiente con el régimen. O, en último término, se cuestionen si los Estados Unidos de América son un agente creíble en el terreno del respeto y protección de los estándares democráticos o si, por el contrario, como sus más denodados detractores manifiestan continuamente, actúan tan sólo movidos por sus propios intereses, lo que, de confirmarse, repercutiría muy negativamente en su imagen internacional.