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Partidarios de la independencia a las puertas del Parlament de Cataluña Albert Gea Reuters

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El separatismo y la democracia española actual

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Por Manuel Ángel Fernández Lorenzo (profesor de la Universidad de Oviedo)

El mal que está minando la actual Restauración Democrática es muy diferente del que afectó mortalmente a la Restauración decimonónica. Ya no es el caciquismo de la compra del voto. El mal es nuevo, es el crecimiento del separatismo. Ortega sostenía que el caciquismo no era un producto conscientemente buscado por los que instauraron aquel régimen, sino que era un resultado inexorable y necesario del choque de la Constitución con el país real, debido a que, en los distritos rurales, que eran la mayoría en una España todavía eminentemente agrícola y atrasada, el elector llamado a votar no entendía, por su incultura y atraso, las diferencias ideológicas entre conservadores, liberales, etc. Y por tanto se abstenía.

Como no había elección, el Gobierno nombraba, por defecto, esto es, sin votos, a los llamados diputados "cuneros". Estos eran entonces los encargados de repartir los fondos gubernamentales para hacer obras y otras cosas que afectaban directamente la vida y haciendas de los rurales. Entonces es cuando aparece el avispado cacique rural que convence a aquellos ignorantes electores para que le voten a cambio de un dinero, que le compensaba adelantar por cada voto, con vistas a obtener, como representante electo por verdadera votación, los cuantiosos dineros y beneficios gubernamentales que se encargaría de administrar en su personal beneficio. Así había elección donde antes predominaba la abstención, solo que la elección se basaba en la corrupción. No obstante el Régimen no podía subsistir de otra forma y pudo resistir mientras la suma de diputados de las grandes ciudades, donde no había necesidad del caciquismo por la mayor cultura política ciudadana, y la de los cuneros, fue mayor que la de los corruptos distritos rurales. Pero en el momento en que estos últimos fueron mayoritarios y con capacidad para chantajear con chulería al propio Gobierno, el Régimen canovista se hundió en crecientes desordenes públicos por el desgobierno del poder central.

Por ello, es preciso hacer un análisis comparativo con lo que está pasando hoy con el crecimiento del separatismo catalán y vasco. Estos lodos vienen de un problema diferente. Hoy España ya no es aquel atrasado país rural, sino un Estado industrial moderno, que se estaba ya acercando a converger realmente con nuestros vecinos europeos más industrializados. El separatismo, como antaño el caciquismo, no hay que verlo necesariamente como un resultado de la mala fe de nuestros políticos, sino que deriva de una carencia no prevista de los propios electores españoles. Esta carencia la situaríamos en la mentalidad política persistente en el electorado de las “dos” Españas, reflejadas en los dos grandes partidos, PP y PSOE, y la debilidad electoral de una “tercera” España. Esta es la que, integrada por las capas más tolerantes de la sociedad española, debía votar a partidos centristas que hiciesen de balanza y equilibrio del poder, como ocurre en otros países europeos con los partidos liberales (Alemania, Inglaterra, etc.). En el inicio del actual Régimen político existieron propuestas de tales partidos, como el CDS de Adolfo Suarez. Pero electoralmente no consiguieron convertirse en bisagras del sistema bipartidista determinado por la Ley d’Hont. La llamada Tercera España no votó con suficiente fuerza a dicho partido y entonces ocurrió necesariamente algo inesperado: el papel de bisagra, ante el empate de las dos grandes fuerzas políticas de conservadores y socialistas, pasó a ser desempeñado por las minorías separatistas de catalanes y vascos, que habían sido beneficiados por el sistema electoral impuesto con una ponderación alta del peso nacional de sus votantes.

Estas minorías, en principio no mostraban ningún interés por la democracia o la Constitución española. Incluso los peneuvista vascos no la votaron. Pero todo cambió cuando comprendieron que apoyar con sus votos al Gobierno nacional permitía una mayor transferencia de competencias administrativas que aumentaban su capacidad de autogobierno y su camino hacia la meta independentista, a la que nunca habían renunciado. Las transferencias competenciales han sido tan desmesuradas que el Gobierno central cada vez se veía más impotente para controlar y gobernar extensas áreas del territorio nacional, el cual se cuartea por la conversión de facto del Régimen Autonómico inicial en un Régimen Confederal, en una especie de Reinos de Taifas.

Por ello estamos alcanzando el momento en el que esta 2ª Restauración empieza a naufragar ante la chulería chantajista del independentismo aliado con el republicanismo totalitario de Podemos. Pero hoy no parece posible un Primo de Rivera. Solo la “dictadura de Bruselas” podrá frenar por un cierto tiempo, como en Grecia, un desgobierno autodestructivo. Queda la esperanza de que el reformismo centrista llegue a ser entonces no una opción electoral más sino una necesidad imperiosa.

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