En las elecciones generales de 1992, John Major -primer ministro por herencia- quiso revitalizar una campaña electoral desfalleciente y recurrió a un gesto inmemorial en la política británica: subirse a una tarima improvisada y, megáfono en mano, pedir el voto a las buenas gentes que caminaban por Cheltenham. En un hombre más reputado por su grisura que por sus arrebatos pasionales, el arranque recibió no poca alabanza. Y tal vez incluso contribuyera a la victoria electoral que en último término cosechó.
Ocurre, sin embargo, que el propio Major, como tantos políticos británicos durante generaciones, también había tenido que comenzar su carrera encaramado a una soapbox (caja improvisada como tribuna) en pose de predicador. Como bien saben quienes hasta hoy participaban en la campaña del brexit, la cercanía de los diputados a sus electores no se limita a amontonar sobre las mesas de los despachos de Westminster las cartas que estos les remiten confiándoles sus preocupaciones. Es una cercanía física, tangible y real. Y esa cercanía es tan tradicional en la vida pública británica como las pelucas y los armiños que todavía adornan el ceremonial parlamentario. Alguna razón tendría para que -de Chile a la España pre-electoral- los políticos aún vayan a saludar a los mercados.
Si de algo se preció durante siglos la vida pública en Reino Unido fue de su extremada civilidad
Fue característico que Major -fiel a los usos- esnobeara las “razones de seguridad” que le desaconsejaban exponerse. Tras el asesinato de Jo Cox, no podemos recordarlo sin una consideración bien amarga, pero si de algo se preció la vida pública en las islas fue de su extremada civilidad. Y si algo se ponderó en el extranjero fue precisamente eso: cuando nuestra Carmen de Burgos escribe sobre la institucionalidad británica, no deja de equipararla a “un lago plácido desde una cumbre”.
Que Reino Unido se iba a lucrar de ese savoir faire institucional es cosa que no puede ponerse en duda: en los últimos dos siglos, Alemania ha conocido la monarquía, la república, el Reich, la partición en dos países de regímenes antagónicos y, por último, el modelo federal. Francia, por su parte, ha tenido una monarquía, dos imperios y cinco repúblicas. España, con sus invasiones, guerras civiles, dictaduras, dictablandas, transiciones y restauraciones, no ha sido menos en tumulto.
Gran Bretaña ha vivido sin un solo cambio cruento de Gobierno en los últimos trescientos años
Mientras tanto, Gran Bretaña ha vivido sin un solo amago revolucionario desde el siglo XVII, y sin un solo cambio cruento de Gobierno en trescientos años. La pregunta de Scruton sigue siendo pertinente: ¿Qué gran país entró en la modernidad con menos sangre derramada, menos conflicto, injusticia y crueldad? Cuando lo que nos preguntamos es el porqué, lo mejor es recurrir al poeta laureado Tennyson. Al meditar sobre su país, opina que tal vez los británicos no fueran “seres musicales ni especialmente listos”, pero sí creían una cosa: “que un hombre debe tener sus propias ideas sin que nadie le dé en la cabeza por ello”. Dicho de otro modo, la civilidad de la política británica ha tenido sus raíces en una noción no menos extremada de la libertad y la tolerancia.
En los largos siglos de aventura británica de la libertad, la política se va definiendo como un sistema de equilibrado de pasiones en conflicto. Véase que no sólo -como observó el Voltaire anglófilo-, Inglaterra fue pionera en “regular el poder de sus príncipes ofreciéndoles resistencia”; también -como leemos en Bagehot- supo integrar en su política la propia crítica a la política. De ahí que la figura del fanático -no sin excepciones- haya sido excéntrica al ethos de la vida pública de aquel país que Isaiah Berlin amó porque “la libertad, el humor y el respeto por la ley prevalecen sobre la búsqueda radical de la perfección humana”. Y cuando Maurois se ve obligado a aportar la clave del parlamentarismo británico, señala que no es sino una gran “válvula de seguridad” para esas pasiones políticas que, en cualquier otro lugar, podían degenerar en violencia.
En el continente nos decepciona el recurso al referéndum, opuesto a la mejor política británica
No faltan en nuestros días abundantes declinólogos en Gran Bretaña. No pocos se preguntan qué ha cambiado en el país que motivó Carros de fuego y hoy parece exportar hooligans; en el país que pasó de su característica rigidez facial a la epifanía emocional tras la muerte de Diana de Gales. No hace falta citar la alocución racista de los “ríos de sangre” de Enoch Powell, allá por los sesenta, ni el auge de UKIP, para sorprenderse de la ira reactiva ante la percepción de un país amenazado y -en consecuencia- más replegado sobre sí. Son frecuentes los discursos entre el catastrofismo y el populismo -o la mera nostalgia-, según los cuales hasta la mermelada de naranja se habrían desnaturalizado.
Aquí, en el continente, quizá lo que nos extraña sean otros viejos rasgos bien queridos que vamos echando en falta. En primer lugar, nos decepciona el recurso, ya constante, al referéndum, cuando la mejor política británica había tenido un taraceado tan sutil, cuando había sido “un asunto de tacto, en el que no se debe proceder sino con moratorias, transacciones y acuerdos”. En segundo lugar, tampoco podemos menos que preguntarnos si -con tantas resistencias a la Unión Europea- no se habrá perdido algo de aquella Gran Bretaña abierta que uno de nuestros exiliados liberales vio como “madre de extranjeros y amparo de desvalidos”.
Incluso tras el asesinato de Jo Cox, estamos ante un país ante el que no cabe ser pesimista
Incluso tras el impacto extraordinario del asesinato de Jo Cox, Gran Bretaña seguramente siga siendo uno de esos países con los que no podemos ser nunca pesimistas. En vano se empeñan los fanáticos.
A través de los siglos, el palacio de Westminster ha sobrevivido a dos incendios, ha soportado docenas de bombardeos, ha logrado superponerse a los celos de los reyes, a los insultos de Cromwell y a los intentos de emasculación de los primeros ministros. Por si fuera poco, han intentado volarlo desde dentro y desde fuera y ha habido que reconstruirlo varias veces. Pero todavía sigue ahí, espléndido, imagen de tantas cosas nobles que valen la pena, recordatorio de que la violencia puede atacar, pero la política nació para tener la última palabra.
*** Ignacio Peyró es periodista y escritor. Su último libro es 'Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa' (Fórcola).