Se cumplen 40 años desde la "última revolución social", el #punk40 https://t.co/24WMtAVEo6 pic.twitter.com/sFMu2EtLXb
— MalaTintaMagazine (@malatintamag) 23 de junio de 2016
El arte de la crítica se consigue acuñando eslóganes sin traicionar la idea. Algo parecido nos vino a explicar Walter Benjamin, el pensador alemán que, antes de finalizar el año 40, alcanzó la frontera de Portbou, camino de la muerte. La tensión entre política y arte no encontraría crítica más audaz que la suya.
Tiempo después vendría el punk, un movimiento tan lejano a la revolución como lo es la autoridad. Aunque muchos punkies no se percatasen del asunto, estaban siguiendo a la autoridad del mercado. El punk fue un ejemplo de lo que pasa cuando el imaginario de la izquierda asume la voz desafinada de la derecha.
Desde el primer momento, su ideólogo Malcolm McLaren abandonó la causa revolucionaria para dedicarse a pervertir la última crítica contra el capitalismo, la que realizó Guy Debord a partir de la construcción de ambientes perecederos para su posterior transformación alquímica en pasiones eternas. Una relación de párrafos que durante el Mayo francés se leerían como eslóganes para combatir a la sociedad del espectáculo.
Pero no me quiero poner espeso, lo que vine a decir es que el punk no contribuyó a la revolución desde práctica cultural alguna y que la única contribución del punk fue salvar la industria fonográfica de su penúltima crisis. El punk fue una reacción que construyó eslóganes para difundir las ideas a la moda y así traicionar la verdadera idea, la que siempre se abandona cuando se habla de revolución; me refiero a la libertad.
Por seguir con Benjamin, recordar la enmienda que le puso a Marx cuando este último expresó que las revoluciones son las locomotoras de la historia. Porque para Benjamin, la revolución estaba en el acto por el cual, la humanidad que viaja hacinada en el vagón, echa mano del freno de emergencia.
Para que Europa se rompa de verdad, lejos del punk y del brexit, sólo hace falta el verdadero acto. Tirar del hilo de la memoria y llegar a los tiempos en que Europa no era origen, centro y fin del universo, sino lo que verdaderamente es: la periferia.
El Eurocentrismo es un invento idealista de fines del XVIII, en el que el pensamiento romántico alemán viaja en el vagón de vapor de la Historia puesto a funcionar en Inglaterra. Dentro va el “modelo ario”; el mismo modelo racista que acabó con Benjamin, camino de Portbou. Para que no vuelva a suceder, hagamos la revolución echando mano del freno hasta romper el mapa.