Al inicio de mi carrera como directivo, recibí la llamada del responsable de recursos humanos de mi empresa para comunicarme dos noticias, según él, una buena y otra mala; la buena era que me iban a ampliar la plantilla de colaboradores a mi cargo, la mala es que lo iban a hacer, y utilizo el literal de la expresión: “... con 0,20 de un empleado”, porque aunque muy bien formado (doctor en física y matemáticas) y fichado de la competencia, su comportamiento había tenido una deriva y resultaba algo complicado de gestionar, influyendo en el resto de miembros de los grupos donde había estado. Tan especial era el caso, que mi interlocutor, incluso me recomendó un cometido puramente mecánico y repetitivo para esta persona, totalmente alejado de su perfil, debiendo realizarlo en una zona donde estuviera él solo, sin relacionarse con el resto del equipo.
A pesar de mi juventud de entonces y la veteranía de la persona cuya gestión me asignaban, la situación me pareció una oportunidad y un reto. De inicio cumplí con las recomendaciones recibidas y encomendé a esta persona el cometido previsto, no sin antes mantener con él una entrevista, a modo de bienvenida al grupo que yo entonces dirigía, dándome cuenta de que nada de lo que pasaba a su alrededor, le era desconocido a mi nuevo colaborador, siendo capaz de mantener aquella conversación, y otras muchas del día a día, en verso, todo un alarde llamativo en un matemático y físico.
Fui dando espacio a esta persona, dejándole claro cual era el objetivo que esperaba que él cumpliera, pero a la vez fomentando una cierta complicidad, cuya retroalimentación él supo cultivar. Hasta que finalmente, su aportación en el grupo fue mucho más allá del cometido que inicialmente le asigné, constituyéndose en una referencia para todo el colectivo, generando un nuevo, y gran, valor añadido para aquel equipo.
Esta persona, de lo que guardo un gran recuerdo, tanto personal, como profesionalmente, llegó hasta mí bajo el calificativo de persona tóxica y este concepto suele emplearse en relación a quienes se les asignan algunos, o varios, de estos rasgos:
- Victimistas
- Negativos
- Egocéntricos
- Egoístas
- Envidiosos
- Manipuladores
- Mentirosos
Te invito a reflexionar sobre la siguiente pregunta, ¿quién es más tóxico, la persona que recibe ese calificativo o quien lo asigna?
En realidad las personas tóxicas no existen, las relaciones tóxicas sí, y cualquier relación es cosa de dos. Si uno sufre en una relación es mejor aprender a descubrir que errores está cometiendo. Todo el mundo está aprendiendo, nadie es tóxico per se; todos somos buenos y malos a la vez, y de cada uno de nosotros depende tomar lo mejor y esquivar lo inadecuado.
Ver el mundo lleno de personas tóxicas es lo verdaderamente perjudicial.
Hay relaciones que nos pueden desgastar, erosionar, agotar, etc… pero cualquier relación es bidireccional, es decir hay camino de ida y vuelta, con recorrido en ambos sentidos.
Nadie es malo por naturaleza, ni nadie se levanta por la mañana con el firme objetivo de hacer daño, o la puñeta, a determinada persona o colectivo.
No puedes cambiar a la otra persona, incluso en muchas ocasiones no puedes cambiar el escenario en el que esa relación se desarrolla, pero si puedes optar en como vivir todo ello.
Gandhi definió el concepto de la “aceptación incondicional de los demás” (AID), a partir de la premisa de que "si no aceptamos al otro, tampoco lo haremos con nosotros mismos", y el hecho de definir a alguien como persona tóxica, muestra nuestra vulnerabilidad sobre el efecto que sus conductas y actitudes tienen en nosotros, llegando a condicionar nuestros propios pensamientos y sentimientos.
Aceptemos al otro, pero el verdadero reto es aceptarnos a nosotros mismos.
Apliquemonos el reto enunciado por Gandhi, recordando dos de sus más famosas citas: “nadie me puede hacer daño sin mi permiso” y “vive como si fueras a morir mañana, aprende como si fueras a vivir siempre”.
Y recuerda, no hay personas tóxicas, sino relaciones tóxicas, y podemos elegir que hacer en cada caso, sin victimismos.