Leo en la prensa que Trump promete crear zonas de seguridad en Siria para refugiados. Evitaría así tener que recibir en Estados Unidos miles de personas de las que nada se sabe. Y permitiría "estar ahí y vivir de manera segura en sus ciudades" hasta encontrar una solución definitiva al enorme lío que heredó de su predecesor Obama. Todo lo pagarían los países del Golfo pérsico, porque "no tienen otra cosa que dinero".
¿Acaso cabe más franqueza en unos momentos en que el mundo occidental vive cegado por los intereses espurios de lo políticamente correcto? Pero hablemos de la frontera de Trump, no desde el punto de vista de la política, sino desde la filosofía. Filosofía ya escrita, pero no ejecutada.
El filósofo Eugenio Trías (Barcelona 1942-2013) fue el primero en desarrollar la idea de frontera, idea que no conlleva una reflexión abstracta vacía, sino existente, positiva. Y que inaugura un nuevo sentido, una nueva manera de ver el límite fronterizo. Límite, no muralla. No contención. Sino espacio que posee sus propias leyes, sus condiciones limítrofes. Una de ellas estriba en su carácter bifronte. Bifronte porque es unión de algo y a la vez separación.
Es conjunción y disyunción en un espacio de existencia que se desdobla como una bisagra o una puerta cuyo cerrojo puede ser abierto con una llave capaz de articular o mediar entre dos extremos situados más allá de la frontera, por ejemplo, las ciudades. Ciudades donde una conciencia moral, unas costumbres, unas tradiciones, una historia secular fue fraguando un hábitat que no cabe, de ningún modo, en el orden fronterizo. Orden dual, de encrucijada, en que se delibera, se negocia, se analiza y se revisa todo en virtud de un régimen de libertad orientada hacia dentro y hacia fuera, entrar y salir. Su estructura es jánica. La preside el dios Jano.
La mirada, la visión jánica siempre es inconclusa, porque solo concluye cuando se sale o se entra. Por lo tanto, el habitante fronterizo no es consecuencia de una escisión, sino de una decisión. Una guerra le obligó a refugiarse en esta reserva fronteriza, pero la paz le obliga a salir. A salir no porque se vea forzado a ello, sino por su propia convicción derivada de su voluntad. Se siente falto de algo, en exilio. Y por tanto, tiende a suturar la herida de su deficiente condición saliendo, regresando a su ciudad.
Las grandes dificultades que han originado el concepto de frontera tradicional radican en la imposibilidad de llevar a cabo acciones donde la idealidad, como cama de Procusto, ha estrangulado la realidad realmente existente. De esta manera todo ha abocado en nada, por no decir en exterminio, dolor y tragedias de toda índole. Todo ha degenerado en un nihilismo que alimenta sumisiones, que sólo leyes justas, y la libertad, hija principalmente de la propiedad que genera la industria, puede sostener, desarrollar y fortalecer. La industria, no el comercio, como sostiene Antonio Escohotado.
Me parece que la idea de Trump es magnífica. Eugenio Trías le ha proporcionado esta orientación que acabo de esbozar. Yo pienso en pequeños espacios fronterizos que, incluso, puedan formar islas en el interior de un país, ni por asomo parecidas a los campos de refugiados. Pequeños espacios separados, como en las antiguas polis griegas, que todos lo países del mundo deberían prever o habilitar. Serían financiados internacionalmente, pero con una diferencia importante: la posibilidad de que se autofinancien, como ocurre en cualquier espacio vivo. Salvando distancias, en Israel, en parte, ya se hace. Su pequeñez permite puertas joánicas en la muralla, pero no un espacio fronterizo. Algo posible en otras naciones próximas dada la inmensidad de sus fronteras.
¿Se podrían aplicar estos conceptos, para el caso de la frontera Méjico-USA? No. Huir de la guerra no es lo mismo que huir de la pobreza. Por eso Eugenio Trías ya no habla de frontera, sino de cesura, la cesura trágica. Trágica porque envuelve, no sólo a Méjico, sino a toda América latina como una sombra maldita, como una trama de ilusiones tejidas por una voluntad de poder anclada en ideologías pretéritas que ya no sirven, salvo para producir más cadáveres que un Oriente Medio en guerra.
La crítica habría que dirigirla ahora contra la Escuela de Frankfurt cuya indigencia filosófica está de moda mediante un globalismo sin fronteras del que tanto habla Soros. Pero Soros ni siquiera entiende el concepto de Sociedad Abierta que da nombre a su fundación. ¿Cómo es posible que un hombre tan rico pueda padecer a la vez tanta obnubilación? En este sentido cabe llamar la atención a los partidos políticos que en España han perdido las luces liberales que nacieron con Jovellanos y murieron con Julián Besteiro. Ya no se leen. Por eso el PSOE vive en una cesura trágica, cuya solución tiene delante de las narices, pero no la ve.