Una playa cántabra.

Una playa cántabra. Ayuntamiento de Marina de Cudeyo

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La chica y el surf

Manuel Ángel Fernández Lorenzo
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El verano se desliza suave, pero imparable, hacia su zenit agosteño. Aquí en la costa asturiana alternan los días soleados con los nublados. Parece que este año hay más turistas que huyen de los calores excesivos que predominan en el resto de la Península. Debe ser porque la cornisa cantábrica conserva un clima moderado y templado, muy agradable.

La playa de Salinas, donde nos encontramos mi amigo Manolo Asur y yo, se continua por el arenal de El Espartal hasta la playa de San Juan, limítrofe ya con la embocadura de la Ría de Avilés. Son playas muy peligrosas por sus corrientes y fuerte oleaje para practicar la natación. Como contrapartida, tienen la atracción de poder practicar, cerca de la orilla, el pasar las olas por debajo, procurando sentir el hidromasaje marino por la cabeza, espalda y piernas, cuidando al arrojarte a la ola que no te enganche de lleno en su centro, pues entonces te sentirás como si estuvieses dentro de una potente lavadora que te hará girar y girar hasta que pierdas completamente la orientación y acabes tragando un poco de las saladas aguas marinas. Un pequeño susto del que saldrás al contemplar a tus vecinos de baño muertos de risa al verte emerger del agua dando tumbos, ebrio de salitre marino. Esta es la gracia del baño en aguas tan bravas en las que pocas veces se puede mantener una posición de flotación media equilibrada y recta, como en las piscinas.

Pero, en los últimos años, la moda del surf californiano ha traído una nueva posibilidad de disfrutar del baño cantábrico. Se trata de hacer lo contrario que se hacía. Ahora la diversión no está en pasar la ola por debajo sino en, provistos de una tabla, cabalgar la ola todo el tiempo que podamos situándonos en su misma dirección para poder cogerla. Ya no se trata de pasar la ola, sino de viajar con ella.

Se produce entonces una extraña sensación por la que cambia nuestra sensación espacial, como cambia cuando nos subimos a un tren que se pone en marcha y, de repente, el suelo que estaba fijo empieza a moverse, mientras que nosotros que antes nos movíamos, permanecemos ahora quietos, viendo pasar por la ventanilla los objetos que nos parecían fijos y quietos. Parece ser que Einstein, siendo adolescente, se preguntó, siguiendo el lema que repetía una y otra vez, de que lo más importante es no parar de hacer preguntas, qué pasaría si, en vez de viajar en un tren, viajásemos subidos en un electrón que va a la velocidad de la luz. Su respuesta fue que el espacio se contraería y el tiempo se dilataría o al revés según el punto de vista del observador. Pero, bueno, aunque la ola surfera no llega a tanto, si está en el inicio del experimento de invertir las relaciones espacio-temporales, produciendo quizás una sensación característica que tanto engancha al surfista.

Esta sensación, que se logra manteniendo un difícil equilibrio en lucha con la ola, es la que empezó provocando al principio el aumento de los adeptos a practicar este deporte, a los que se les quedaba pequeño el verano y, provistos de trajes aislantes de neopreno, alargaban la temporada durante casi todo el año. Así los paseantes habituales de Salinas podían contemplar cómo, tras la temporada estival, la playa no se quedaba vacía, sino que había una especie de colonias de surfistas, popularmente llamados pingüinos, de entre las cuales surgían de pronto uno o dos que, como súbitas apariciones, cabalgaban los trenes de olas que los transportaban en dirección a la orilla. Así la exigua temporada de playa estival se vio prolongada al resto del año abriéndose un espacio para las escuelas de surf, los hoteles, que dan nueva vida a una Salinas, fundada como colonia estival por los krausistas de la Universidad de Oviedo, en tiempo de Clarín.

Pero es la hora del aperitivo. Mi amigo y yo nos encaminamos a la terraza del Ewan, un local de buen gusto y desde el que contemplamos la playa. Pido, como es mi costumbre, un dry Martini, pero me dicen que por la mañana no hay coctelero. Me conformo con manzanilla de Sanlúcar. Manolo toma su Ribera del Duero. Enfrente tenemos a los surfistas planeando con habilidad sobre unas tremendas olas. Pero me fijo bien en un surfista que acaba de serpentear la ola y como una aparición llega a la orilla y se acerca, llevando la tabla bajo el brazo, hacia la terraza en la que estamos. Tiene un andar grácil, elegante y decidido. No podía ser de otra manera, pues, oh, sorpresa, es una mujer. Su cuerpo está entallado en el oscuro traje de neopreno negro. Su pelo largo y negro, mojado resbala sobre su hombro caído del traje que nos deja adivinar un bikini de colores alegres. La mirada de aquella mujer se cruza con la nuestra y en ella percibimos una cierta sensación de estar ausente, como si viniese de una larga y tortuosa meditación. Mejor que cualquier sirena, aquella chica nos hizo ver inesperadamente la mezcla de la belleza y el surf.

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