No se trata de una profecía, sino de una tendencia que, como no parece que se va a corregir, acabará llegando a su fin. Dicho fin no es el fin de España, como desean en el fondo los separatistas, sino el fin de un modo de entender España que ha predominado los últimos 40 años. Por eso se puede denominar Régimen de la Transición lo que vino después de ésta y que ahora está en lo que parece su crisis final. Lo denominamos Régimen, porque esa Transición se malogró, degenerando en lo que llaman una oligarquía, no arbitrariamente constituida, sino refrendada regularmente por las urnas, pero con un fuerte carácter de partitocracia y presta al uso de la demagogia a través del control de prensa, radio y televisión y de una errónea política educativa a través de la LOGSE y la LOMCE.
El inicio de este Régimen político no está en la Transición misma, aunque haya ya en ella había algunas semillas echadas, sino en lo que se denominó la consolidación de la Transición con el aplastante triunfo del PSOE de Felipe Gonzalez tras el fallido Golpe del 23-F. Entonces se declaró la muerte de Montesquieu, iniciándose el denominado bipartidismo imperfecto con la defunción política de Adolfo Suarez y el paso de las minorías catalana y vasca a ejercer de partido bisagra en la disputa bipartidista por el poder entre PSOE y PP. Una consecuencia inevitable de la voladura controlada del centro político, entonces representado por Adolfo Suárez, fue el tener que pagar el precio inevitable para acceder al poder del pacto y la cesión de poder a los partidos nacionalistas catalanas y vascos, que nunca ocultaron sus objetivos separatistas. Aquí está los polvos de donde resultaron los lodos y el enfangamiento de la actual rebelión de la Generalitat. Los intereses de España como nación moderna fueron sacrificados por el plato de lentejas del poder partidista. Y digo España moderna, pues la España actual ya no es la llamada España de la alpargata de la 2ª República, sino la España industrializada cuyo desarrollo se debe al franquismo, aunque la izquierda, que es quien debía haber modernizado a España, no lo hizo por su utopismo y sus divisiones internas. Es cierto que el defecto del franquismo fue su apego ciego a la Iglesia en perjuicio de un pensamiento filosófico más a la altura de los tiempos, como el que representaba Ortega y Gasset y su Escuela. Quizás Franco pensó entonces lo mismo que Napoleón: “Un cura me ahorra cien policías”. Pero, a largo plazo la Iglesia del Concilio Vaticano II y del cardenal Tarancón daría la espalda al Régimen acercándose a dialogar con el marxismo.
Con ello tenemos una España que llega a la Transición como un gigante económico que se acerca a los niveles de vida de Francia, Italia, etc., pero aquejado de un vacío ideológico, tras la espantada de la Iglesia. La derecha no se preocupó de rellenar ese vacío ideológico que dejó el franquismo y la izquierda mayoritaria socialista, aunque abandonó el marxismo, tampoco recurrió a fomentar los valores de una socialdemocracia reformista. Predominó en ambos una tendencia pragmática de hacer lo posible por conquistar el poder partidario, para lo cual se atribuyeron los valores de una ideología democrática estándar y homologada por Europa y USA, que se puede definir como lo que llamaba Ortega y Gasset una “democracia morbosa” o, más recientemente Gustavo Bueno, como un “fundamentalismo democrático”. Pero esa concepción de la democracia, unida a la denominada Ideología de Género en el terreno personal y al Multiculturalismo en el terreno Global, es la que está provocando fuertes crisis que afectan al tradicional terreno de la familia y de la identidad nacional de los grandes Estados Modernos. El síntoma más preocupante es el surgimiento del populismo, tanto de derechas como de izquierdas, que amenaza con encrespar las relaciones internacionales y con crisis a niveles nacionales, como es el caso de España, en la que se pretende romper la unidad e identidad nacional.
Ante tal situación, el bipartidismo imperfecto, que constituyó la característica del Régimen surgido de la Transición, está ya saltando por los aires. Pueden pasar muchas cosas, pero todas ellas seguramente no conseguirán nada más que aumentar el desgobierno y la invertebración de España. Vuelven los demonios particularistas, que Ortega denunció, a enfrentar y separar a los españoles. Pues el problema que tenemos hoy, para enderezar el rumbo y no naufragar como Estado, es el problema de acabar con el vacío ideológico que se puso de manifiesto tras la muerte de Franco. Ya no nos vale una mera homologación ideológica europea para ir tirando, que además está también en crisis. No, ahora debemos, como en los tiempos de Ortega, atrevernos a plantearnos de nuevo la pregunta: ¿qué es España? y cómo se debe construir una España democrática y liberal, sin naufragar en el intento.