Suena el himno y la estrella del equipo, coronado como “el mejor jugador del mundo”, el niño superdotado que ha ganado todo menos un mundial, mira a un punto indefinido de la hierba mientras se frota la frente deseando no estar allí. En su eco interior bulle un cocktail de contradicciones: desde su extinguida ilusión infante hacia su anhelo de renuncia a la selección de su país hace unos años.
Se le prometió todo y más: la enésima construcción de un equipo hecho para él unido al chantaje emocional de todo un pueblo que renueva la fe en su figura. Pueblo que ahora canta el himno, lo corea, lo grita en las gradas de un estadio ruso. Piensa que se cambiaría por cualquiera de los que están en frente animando a su tierra, desde el feliz paraíso del anonimato y la alegría. El partido se inicia y el adivinado calvario se consuma en dos horas donde la cancha se cubre de minas y los gritos de ánimo en reproches. Camina a ritmo de trote, vejez prematura, entre diagonales escondiéndose entre jugadas que no llegan viendo que su equipo está tan agotado como confuso.
El árbitro pita el final y, como siempre, empieza todo. Radios y televisiones, todo el sistema nervioso-mediático de un país se concentra en clave de drama. Un resultado adverso repercute en cada escalón sociopolítico de un país. Hay rabia agitada por los profesionales de la comunicación que se convierten en expertos de estrategia y psicoanálisis, se derrama indignación, tristeza, sed de venganza. Todo el mapa sentimental inmanente de una población se agita, y la jaqueca personal de un joven privilegiado comienza a hacer preguntas a las que no puede responder.
Alguien verá una exageración en las palabras anteriores porque, seguramente piensa que el fútbol es sólo un juego, una diversión inglesa desarrollada en entretenimiento súper profesionalizado. Me temo que entender así el fútbol es no entender de qué va esto. El fútbol, en su corta historia, ha desarrollado un espíritu que va más allá de sí mismo, que ni siquiera controla, que apenas acierta a entender. Ha encajado perfectamente con la estructura de una época hecha para sentir sin rasgo de trascendencia.
Un país, naturalmente rico y sistemáticamente quebrado está a punto de caer eliminado en la Copa del mundo y es un drama. País que ha sido saqueado continuamente por sus gobernantes, tiene problema con las pensiones aunque no repara en gastos de logística para su selección, está pendiente de que una escuadra de jóvenes dividida entre “los obreritos de acá” y las estrellas de allá provoquen una emoción que ilusione a una población fallida. El gobierno entra en pánico ante la posibilidad de fracaso y ya rezan, incluyendo papas ateos, por la intermediación divina.
Es el fútbol. Con diferencia, la más lograda droga legal que ha construido Occidente. Droga que empieza inocente en los barrios como una excusa para hacer amigos y promete una gloria imposible gestionando una adictiva ilusión un día entre semana y, sobre todo, dominical. No se puede entender el siglo XX y la catástrofe posmoderna sin saber de fútbol y del espíritu que contiene. Sin saber, exactamente, lo que pasa en esa anécdota de 90 minutos y sus repercusiones en categorías de leyenda.
De figuras galácticas al gobierno de una nación pasando por representantes, familias, técnicos, entrenadores, presidentes de federaciones, derechos de imagen, modas, influencers, sombras sagradas de dioses Maradonas… De la ilusión, en fin, de un niño con problemas de crecimiento superados por un talento desbordante con voluntad de hierro, hasta el amago de jaqueca ante el cumplimiento de su sueño vestido de pesadilla: vestir la camiseta de su país ante el sonido insoportable de un himno coreado por esbozos de hienas.
Si, muchos dirán que es sólo un juego, otros que a este hombre no le importa porque ya tiene la vida resuelta. Eso es no entender nada, ni social ni individual. Para empezar a entenderlo, asistan a un partido alevines en cualquier campo y el comportamiento de los padres. Ya lo dijo el filósofo Bill Shankly: “Some people think football is a matter of life and death. I assure you, it's much more serious than that”