Desde su primera publicación, reconozco que busco todas las semanas una nueva edición de Las charlas del Inefable que publica este periódico. Desconozco si, para el canon del periodismo clásico, estas charlas suponen la reinvención de la entrevista o la consagración de la conversación de bar como género nuevo, cosa esta última que me encantaría, siquiera como homenaje a todas esas pláticas que hemos dejado de tener en este último año.
Y es que cuando la civilización se demuestra por la forma en la que resolvemos nuestros conflictos, los bares devienen en reductos de la misma. Santuarios en los que, con un café o una caña de por medio, es posible hablar de todo, discrepar e incluso llegar a acuerdos desde posiciones diferentes. Piensen por un momento en la cantidad de desencuentros laborales que han empezado a resolver con un "¿te tomas un café?". Hagan memoria sobre la cantidad de malentendidos que han desaparecido con unas cañas. Pequeños milagros que el virus también nos ha arrebatado para sustituirlos por vaya usted a saber qué.
Porque reconozcámoslo; el daño venía de atrás. Antes de que la pandemia nos privara de las charlas de bar, habíamos abrazado el uso de redes sociales en las que elevamos a la categoría de debate lo que no son más que intercambios de ocurrencias, en muchos casos pueriles cuando no zafias. Vemos normal exabruptos que, de oírlos en un bar, nos harían dar la espalda a quien los suelta y alejarnos del sujeto en cuestión. Admitimos insultos y faltas de respeto a personas, públicas o no, que en cualquier establecimiento supondrían una invitación a abandonar el local.
Pareciera que la asepsia del anonimato que proporciona un seudónimo y la comodidad de interactuar desde el sofá de casa hace que no percibamos el hedor del basurero virtual cuando realmente es mucho peor que el olor a freidora cuando hay problemas en la salida de humos.
Urge volver a los bares. Es imperativo retomar debates sosegados, y ningún sitio mejor que ellos.