Gregorio Marañón.

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Para Todos los Santos y Día de Difuntos: el Don Juan amenaza a Marañón

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Es costumbre representar La plasmatoria (1935), de Pedro Muñoz Seca y Pedro Pérez los dos primeros días de noviembre. A Muñoz Seca le dieron a finales del año siguiente el café que Queipo de Llano pregonaba para Lorca y similares, pero “los otros”: fue uno de los miles de fusilados en Paracuellos.

Entre los muchos autores que han escrito sobre el prototipo universal del Don Juan, sobresalen Tirso de Molina y Zorrilla. Gregorio Marañón siempre puso la amistad, “el primer grado de parentesco,” por encima de la radical y diferente orientación sexual de ambos.

El doctor madrileño, cumplido ejemplo del amor heterosexual monógamo, el del objeto sexual superdiferenciado, ve al Don Juan como arquetipo de hombre cuyo objeto sexual es indiferenciado, que busca no a la mujer diferenciada, sino a la mujer como especie o sexo, lo que hace el animal macho con la hembra. 

Ya desde 1924 presenta un Don Juan que no es que sea homosexual, pero a quien rebaja su más preciada cualidad, la virilidad, un mito al que desnuda con su escalpelo para deducir que “mucho ruido y pocas nueces”. Piensa el doctor que en el Don Juan hay mucha aparatosidad y fachada y poca substancia sexual. El tipo donjuanesco, para el Medicus Hispaniae, digamos que lleva una vida sexual bien cortita. Coincide con la observación de Pérez de Ayala de que “la fauna donjuanesca de la literatura rara vez dejaba en hijos de carne y hueso huellas tangibles”. Y recurre a otro desmitificador, Grandmontagne, quien le da la puntilla: “Al Don Juan le debe pocos aumentos la estadística inclusera”. ¡Tremendo!

Su conocimiento del personaje descansa, más que en la literatura, en las confesiones de las personas reales que desfilan por su consulta. Sobre el aspecto exhibicionista del Don Juan incidirá de nuevo en 1940, señalando que la ostentación escandalosa y deliberada es actitud propia del instinto donjuanesco, y que exponer en el tendedero público los presuntos éxitos amorosos, estilo del adolescente, desbarata su credibilidad ante el observador perspicaz, porque “la condición inexcusable del grande amor es el misterio. Sólo en él crece la pasión verdadera”. Impecable. Bueno sería que se enterasen los que hoy viven de contarla (su vida) en redes sociales y televisión.

En todo ello subyace su idea, expresada desde Tres ensayos sobre la vida sexual (1926), del Don Juan como “turista del amor”, la más intencionada e incisiva de las alusiones del doctor tanto al donjuanismo como al turismo en su vasta obra. Frase con la que quiere desarmar, de un solo y certero golpe, ambos fenómenos y, de rebote, el deportismo, ligado a ellos en la teoría del doctor madrileño. El párrafo, que no tiene desperdicio, es éste:

“Como el turista que consume su vida de país en país, sin penetrar un solo instante en la vida recóndita de la ciudad o del paisaje, así consume su existencia el Don Juan, cuya definición más exacta sería esta de turista del amor. Turista y no viajero; esto es, el que da vueltas en torno de las cosas sin penetrarlas nunca”. 

Así que, igual que el turista es un sucedáneo del viajero, el Don Juan lo es del amor.

Quizá no se encuentre en las obras completas del doctor una frase que rezume tanto desprecio por el Don Juan y por el fenómeno, nuevo y de realidad escasa en su tiempo, del turismo. Porque al llamarle turista del amor, quiere decirnos que el Don Juan no lo conoció jamás, y nos expresa, a la vez, que el turismo es tan postizo como el célebre burlador de mujeres. Sucedáneo del amor el uno, sucedáneo del viaje el otro. 

Don Pablo Bilbao Arístegui, sacerdote de vasta cultura y que conoció a Marañón, me contó una anécdota, poco antes de morir, que van a disfrutar los lectores de EL ESPAÑOL, creo: en La plasmatoria hay una escena en la que el Don Juan saca la espada y pregunta retadoramente: “¿Dónde está Marañón?” 

Los donjuanes actuales disponen de nuevos medios técnicos para lucir sus fanfarronadas, aunque son tan ridículos como sus patéticos y retóricos antecesores literarios y reales. ¿Conocemos algunos entre nuestras amistades? Apuesto a que sí.

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