Hace algo más de siglo y medio estaba Gustave Flaubert (1821-1880) escribiendo su clásico sobre la mujer adúltera, Madame Bovary.
A ningún tema, por trillado que esté, hay que darle cerrojazo. Leo la obra en edad adulta. Sólo aludiré a Francisco Umbral en ¿Y cómo eran las ligas de Madame Bovary? El resto, mío. Para Flaubert la vida consistió en sentarse en su cuarto con pluma, papel y pipa y sumergirse en los mundos que creaba. Lo que Umbral le endosa es ser un maniático de la minucia descriptiva, “masturbador literario de su prosa” que, sin embargo, olvida las ligas de la protagonista. Ocurrente. Si hubiera tenido procesador de textos habría ahorrado en tiempo y borrones: en papel.
Madame Bovary cuenta ahora en Occidente con más libertad, recursos pecuniarios y técnicos para intentar salir de su gris rutina buscando pasiones amorosas. Aunque la técnica rebaja el licor del ritual previo: no es igual concertar una cita con el móvil que recurrir a mensajes dejados bajo una piedra o un cesto, como no es lo mismo fornicar en taxi echado a dar vueltas y revueltas entre atascos, humos y asfalto que hacerlo en fiacre (coche de caballos).
Hoy el proceso es rápido: menos excitante. El largo paseo en fiacre por Rouen es sugestivo porque se intuye que Emma está haciendo el amor con su amante en el asiento trasero, pero Gustave no escribe de ello ni pío. ¿No dicen los críticos de pintura que la Maja vestida de Goya es más sensual, más excitante que su Maja desnuda? Por ahí va. Lo que se entrevé es más erótico que lo visto sin el misterio del tul interpuesto.
La Madame Bovary de siempre no es una caprichosa, y menos una puta. Representa la rebeldía ante un matrimonio insatisfactorio en tiempos en que las mujeres no eran dueñas de sus vidas. Alguien dirá que tampoco en el XXI lo son; no obstante, en Occidente han alcanzado un estatus inconcebible entonces.
Don Quijote perdió el seso leyendo novelas de caballerías. Emma es adicta a los novelones románticos; el claroscuro entre su tristona vida conyugal con Charles y lo leído la llevará, más que a perder seso y fortuna, que también, a buscar sexo fuera de casa. El término “bovarismo” define el estado de insatisfacción crónica en el campo afectivo o amoroso: desajuste entre ilusión y realidad.
En las relaciones matrimoniales un soso frigorífico llamado tiempo suele desactivar el hormigueo inicial. ¡Ahora que ya están las dos avecicas acurrucadas en el nido bendecido por la Iglesia no se le ve tanta gracia al asunto! Estar con el alma en pena por conseguir algo que, logrado, ya no hace ni fu ni fa, ni tilín que rima con pitilín, sucede a menudo en cualquier campo, no sólo en el matrimonial. La pasión (cuando la hay) se enfría, como digo, a martillazos de almanaque, puro bromuro. Los esposos la sustituyen por una convivencia rutinaria que pueden encontrar más o menos cómoda o que puede quebrarse y acabar en maltrato, incluso asesinato. Bovary no es víctima de uno ni de otro, simplemente no le va esa rutina.
Así que acude al sexo extraconyugal y lo disfruta, hasta que se desgasta. El encanto de la aventura adúltera se vuelve pánico cuando uno de los dos se la toma “demasiado en serio”. Si la que se pone trascendente es ella, el amante empezará a soltar amarras, no para el viaje juntos que le propone su tortolica, sino para ir soltándose de ella. Y ésta se sentirá humillada y engañada.
Momento en que la Emma de todos los tiempos sufrirá una crisis. La Bovary flaubertiana se hace devota de la casa y hasta se da cuenta de que el marido la quiere y la hijita quiere que la quiera su mamá. Y hoy, cuando el fuego en que desea ser amorosamente transfigurada resulta tan fatuo como el de Rodolphe (uno de sus amantes), la Bovary tipo padece una crisis que, además de hacerla descubrir las virtudes del hogar, puede encaminarla hacia su realización en organizaciones humanitarias. Hasta que entre una nueva tentación.
Hay interpretaciones feministas del personaje. Sí se observan rasgos de rebeldía para adjudicar esa etiqueta a Emma (le dolía la doble moral que vetaba a las mujeres lo permitido a los hombres). Es decir, ansiaba la libertad. En tal sentido, entiendo que lo es, sin olvidar que el personaje literario viene ahormado por un varón decimonónico carente de esa intención. Creo lícito hablar de feminismo sui géneris de Emma, muy ceñido a sus personalísimos apetitos, aunque si la tomamos como arquetipo podemos afirmar que transciende más allá de su persona.
Hoy tenemos más libertad en las relaciones afectivas y unos Servicios Sociales plausibles: vivimos, al menos en Occidente y pese a los agoreros, en el Estado del Bienestar. Sobra el suicidio.