Opinión

Hacia un Estado ideológico totalitario

El secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, durante la sesión dedicada a los ODS de la cumbre de alto nivel de la Asamblea General. Mike Segar Reuters Nueva York

El secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, durante la sesión dedicada a los ODS de la cumbre de alto nivel de la Asamblea General. Mike Segar Reuters Nueva York

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Doy la bienvenida al lector que quiera reflexionar más allá de la política para ir más allá de su trasfondo, quiero decir más allá de las meras acciones políticas del día a día, e incardinarse en un diagnóstico del mar de fondo que en este momento padecemos como Estado y como Unión Europea. Nuestro Estado, el denominado social y democrático de derecho, en mi opinión, creo que empieza a padecer síntomas de una intolerable ideologización, es decir, una inyección de ideología que le hace perder neutralidad con respeto a la ciudadanía y con respecto a toda diferencia. Y creo, además, que los Estados de nuestro ámbito cultural padecen el mismo mal.

El Estado democrático no puede tener ideología. Un Estado social y democrático de derecho no predica otra cosa que la proyección socializada de la democracia bajo los principios de la libertad, la justicia y la igualdad, valores universales que no son monopolio de ningún ciudadano ni de ninguna institución. No son principios ideológicos, sino solo líneas y principios programáticos de la convivencia. Los Estados que han tenido ideología, normalmente, han sido Estados de partido único. La URSS, anterior a las políticas de la glásnost y la perestroika; la República de Cuba y el partido comunista; la China actual; El Estado franquista posterior a la guerra civil; la Italia de Mussolini. En estos casos, y en otros, el Estado es asaltado por una ideología propia de un partido que se hace con el poder. Lo nuestro es más sutil y además es trasnacional.

El siglo XXI, con la globalización y la pérdida de poder del Estado como tal, juntamente con el gran poder de las multinacionales, así como su capacidad para sustraerse a la ley y al amparo jurisdiccional territorial de los Estados, han generado en Occidente una clase empresarial que ostenta el poder financiero, la cual está fuera del alcance de los Estados, no existiendo, por otra parte, un derecho internacional coactivo capaz de reducir su acción globalizada. Por otra parte, el reflejo de la China actual, que aplica el capitalismo de Estado por encima de un régimen igualitario comunista ha abierto los ojos de los ricos de Occidente. Ellos quieren lo mismo, pero con otra apariencia. Controlar el capitalismo para ellos y establecer un régimen igualitario de reparto de la riqueza básica de sustento para los ciudadanos. Para sortear el hándicap de los Estados democráticos, precisan vaciarlos de contenido controlando a los agentes políticos elegidos en cada territorio, y necesitan penetrar en la médula estatal vampirizando el poder democrático mediante la inyección de una ideología determinada (¿la agenda 2030?).

Para esto basta comprar políticos, y basta insuflar a los Estados occidentales de una determinada ideología, a la que más adelante me refiero. Las redes sociales, en sus manos, están socializando con éxito una predominancia por un determinado Estado cuyas naturaleza abarca el reparto de la riqueza, una socialdemocracia de Estado, no de gobierno; un feminismo radical; un laicismo rayano en la laicidad que reduzca la fuerza sociológica de la religión; y el reconocimiento del nacionalismo como divisor de las entidades nacionales, todo ello unido a una reducción de las libertades ciudadanas y del pensamiento crítico mediante el control de la información y de la opinión.

Aun a pesar del reconocimiento de los derechos fundamentales constitucionalmente reconocidos, se trata de estigmatizar todas las políticas contrarias a la ideología del Estado. Ni siquiera cuando gobiernen podrán sustraerse a la fuerza de esta ideología estatal que las propias generaciones que vengan mantendrán como algo incontestable e inmodificable.

Bajo constituciones democráticas aparentes, el poder financiero ocupará los Estados con el fin de hacer lo que quiere. Fragmentar, dividir, para en definitiva hacer imposible otra política que el reparto de la riqueza que ellos decidan y que lógicamente aplicarán los políticos comprados para este fin, que, dada la escasa representatividad de la sociedad civil en los parlamentos, actuarán no ya en beneficio de los partidos políticos, actuales beneficiarios de esa representatividad, sino de la nueva clase dominante en Occidente, la cual está por encima de la burguesía media porque controla ya los medios de producción y porque empieza a gobernar sutilmente los Estados.

Las revoluciones democráticas del XIX y su proyección en el orden internacional del siglo XX y XXI ceden paso a una globalización manejada por poderes financieros que vampirizan el Estado y anulan el estatuto jurídico del ciudadano como soberano nacional, así como vacían de contenido real los derechos inalienables del hombre, los cuales quedarán como un mero anuncio formal privado de todo contenido material.

Estamos ante la defunción planificada de la Ilustración Europea, el libre pensamiento y la soberanía del ciudadano dotado de derechos, y el advenimiento de un régimen totalitario que anulará los logros históricos de Europa.