No me gustaría ser Pedro Sánchez, de verdad que no. No es precisamente ése uno de mis sueños. Si al menos el presidente fuera famoso por un Thriller como el de Michael Jackson… Pero en su videoclip de historia de terror no aparece Ola Rey, sino Francina huyendo de las mascarillas de Koldo y de la rendición de cuentas en comparecencia pública.
Me lo imagino por un momento y se me erizan los sentidos. Tener que impostar una victoria en unas elecciones que en realidad he perdido; fingir que la amnistía favorece la convivencia en Cataluña; hacerme el sordo al escuchar en el canutazo a los periodistas hablar del referéndum que se negoció sin taquígrafos y ante la única luz de un mediador internacional; pasear por el Valle de los Caídos para tapar las múltiples firmas de mi esposa en tantos y tan insospechados lugares… ¡No!
De verdad que lo intento, pero no ansío en esta vida ser esclavo de tanta gente mala, que se rían de mí y yo tan sólo pueda responder con una sonrisa cómplice porque de ello pende incluso mi residencia. Que no sea siquiera capaz de aprobar unos presupuestos si no hay referéndum, como exige con pelos y señales Pere, quien pergeña ya cómo será exactamente la pregunta de la infamia, el caos institucional, el suicidio estatal.
Antes que ser Pedro Sánchez preferiría incluso ser Pablo Iglesias. Alguien capaz, pese a todo, de encontrar el camino del liberalismo y el emprendimiento fuera de la política, convirtiéndose en dueño de un local de Lavapiés. Nunca es tarde para el capitalismo, ni siquiera para el señor Iglesias. Pero parece que ese camino nunca será el de Sánchez, quien no tiene remedio, redención, y tampoco tiempo de lectura y diván para comprender que Adam Smith no andaba lejos de la verdad.
Pedro es un actor desfasado al que le sentó mal aquel Óscar y hoy va divagando, de estudio en estudio, buscando reparto en una película de Netflix que no verá nunca nadie. Ni siquiera sus votantes pagarían por tal azorado documental.
Él es ya un libro ajado, ilegible, que no tiene importancia alguna. Una estrella apagada, un político de encefalograma plano que ya no hace gracia como antes. Parece casi un funcionario de las historias de Mortadelo y Filemón.
Imagino que Pedro Sánchez es, sobre todo, una persona desesperada. Porque únicamente un alma desalmada, un cerebro vacío de ideas, es capaz de permitir que alguien como Óscar Puente, ahora contrario a la existencia de articulistas de opinión, ocupe una cartera ministerial.
El presidente tiene ya la columna vertebral muy cansada, arqueada, y no encuentra hueco en la agenda para incluir la cita con el doctor. Eso mientras sigue haciéndose daño con cada inclinación diaria: Marruecos, Hamás, Bildu, Carles, Stalin si viviera. Todas las humillaciones posibles. A nivel nacional o internacional, importa poco: lo importante es que sufra España y quede la nación en el ridículo más absoluto.
Pedro es en realidad un pirómano. El único presidente al que no le importa si arde el Congreso o Rufián prende fuego a la Carta Magna desde la tribuna de oradores. Total, para él la Constitución es papel mojado, un texto débil, fácil de pisotear por arcaico. Hediondo y desfasado.
Y cuando de ella queden sólo cenizas volveremos a lo mismo: a debatirnos entre una II República donde Gil-Robles no tenía derecho a gobernar (y aún que lo hiciera Lerroux era inaceptable), o un régimen donde haber pensado distinto era sinónimo de recibir en tu casa todo un pelotón de fusilamiento. Quedan estas dos opciones porque Sánchez tampoco cree ya en el espíritu que legó Adolfo Suárez.
Esta Constitución que nos dimos los españoles conviene salvaguardarla. No es perfecta, pero es símbolo de convivencia pacífica porque los capítulos que cierra es preferible que queden muy atrás.
Cavilo los pocos frutos de mi soliloquio y salpimienta entonces mi mente la pregunta: ¿merecería la pena soportar tanto escarnio con el único fin de mantener el glamur, la residencia presidencial en mi haber? Dios me libre de tener que tomar dicha decisión; no quiera nunca el Todopoderoso que amanezca en el cuerpo de Pedro Sánchez. Y visto lo visto, tampoco en el de su mujer.