Siempre nos hemos sentido afortunados. Sí, mucho. Hay quien no lo termina de entender, nos mira, escéptico, y se pregunta cómo es eso posible, ¿ser feliz con un hijo con autismo?, ¡un discapacitado! Es verdad que la vida se complica, que miras a los demás pensando que para ellos es más fácil, que te preguntas qué has hecho tú para merecer esto. Y sin embargo seguimos pensando que tenemos suerte. Nuestro hijo es una bendición, lo mejor que nos ha pasado, el motivo de nuestra felicidad. Vamos, lo que viene siendo ser padres. Y aún así hay momentos de flaqueza, de debilidad y dudas que se acentúan de forma especial durante el verano.
Dicen las estadísticas que septiembre es el mes de los divorcios. De hecho, uno de cada tres divorcios que tiene lugar en España anualmente se produce en septiembre. La razón no es ningún secreto: las parejas pasan más tiempo juntas y tienen más oportunidades de quererse o, por el contrario, de verse los defectos amplificados. Pues con los hijos pasa lo mismo. Y con el autismo.
Durante el año escolar vivimos atareados, ajetreados con la realidad cotidiana. Los árboles no nos dejan ver el bosque. O a lo mejor es que no queremos verlo. Cada terapia, cada clase de música, de natación, cada cita con el logopeda, aunque no queramos, nos siguen haciendo creer que nuestro hijo en algún momento, antes o después, dará un salto espectacular, mejorará sus relaciones sociales, nos escuchará, quizás hasta comprenda lo que oye. Es tan bonito. Luego llegas a la playa y...
Obviamente las conexiones neuronales son las que son y negar la mayor pues como que no. Así que no hay mayor evidencia de que tu hijo tiene TEA que dejarlo libre y junto a otros niños que no tienen autismo. Y en verano eso pasa a todas horas. ¡Durante tres meses!
Sucede en el parque. Sucede en el parque de bolas. Sucede en la piscina. Sucede en casa de esos amigos que tienen niños de la misma edad. Sucede en el super. Sucede en casa de tus padres. Sucede por la calle. Sucede en casa. Todo -bueno, para ser justos, casi todo- lo que no ves durante el año de repente está ahí, claro, nítido, cristalino. No hay cómo negarlo. Otra cosa es cómo lo encajes, cómo te manejes con ello y cómo seas capaz de lidiar con la frustración.
Nuestro hijo tiene 4 años y este verano ha sido particularmente duro para mí. Ya no es un bebé, ni mucho menos, tiene voluntad propia, trazas de tirano infantil -como todos a esta edad- y una falta absoluta de interés por lo que sale de nuestra boca. Y, claro, por desgracia él no entiende cuando nos enfadamos, ni mucho menos si levantamos la voz o le cogemos en brazos para salir de tal lugar o ir a tal otro en contra de su voluntad. NO-LO-EN-TI-EN-DE.
El tiempo compartido ha sido mínimo por razones laborales pero si algo he aprendido este verano es que debo repetirme el mantra una y otra vez: NO-LO-EN-TI-EN-DE. Al menos la bofetada de realidad ha servido para eso y para constatar que mamá tiene una paciencia infinita. Con él y conmigo. Sobre todo conmigo.
PS - Han pasado cuatro meses desde nuestro último post. Queríamos disculparnos por esta ausencia, aunque a lo largo de las próximas publicaciones os detallaremos los motivos con un buen puñado de miedos que, como no, van de la mano del TEA de nuestro hijo.