Si hay algo peor que una mirada de condescendencia o una mirada de reprobación, eso es, sin duda, una mirada de pena. Porque a veces, sí, la gente te mira con pena. Y no me refiero a esos desconocidos que te cruzas por la calle o en el supermercado justo cuando tu hijo tiene una crisis o un comportamiento socialmente no aceptable. No, me refiero a las miradas de tus amigos e incluso de tus familiares que, pese a saber que tu hijo tiene autismo, no aciertan a comprender que tu hijo merece muchos sentimientos pero que ninguno de ellos es la pena.
Cada vez que percibes cualquiera de esas miradas fijas en ti, te haces pequeño, sientes ese 'tierra trágame' al que unos días te resistes con más fuerza que otros. Pero mamá no. No está diseñada para rendirse. No tiene flaquezas. Es más fuerte que el miedo, que la vergüenza y que el dolor. Es mamá.
Creo sinceramente que mi mujer es la persona más buena con la que me he cruzado en la vida. De hecho, no conozco a nadie más bienpensado, más gentil o menos maltintencionado. Aunque eso poco o nada tiene de real cuando en la ecuación está nuestro hijo.
Claro que todas las madres son unas leonas cuando se trata de defender o proteger a sus cachorros, pero también es cierto que no todas las madres se enfrentan los mismos desafíos en el día a día.
Desde el mismo día del diagnóstico en tu interior se libra una guerra contra ti mismo. ¿Seré responsable? ¿Podría haberlo evitado? ¿Está en mi mano solucionarlo? ¿Cómo debo actuar? Todas ellas preguntas encaminadas en una única dirección: ¿le querré igual que si fuera normal?
Una pregunta así de dura, de descarnada, no se responde en un minuto. Hay quien no es capaz de darle respuesta en toda su vida y, en consecuencia, paga un precio altísimo. Por eso, si todas las madres merecen un aplauso, las madres de niños con TEA, de todos los niños discapacitados en general, merecen el cielo. Tanto si han conseguido responder como si aún no lo han hecho.