Acabo de volver de París. He pasado cuatro días primaverales en esta ciudad que siempre me ha producido envidia porque es lo que habría podido ser Madrid, si el Manzanares hubiese sido el Sena y Pepe Botella, Napoleón. Pero en fin, cosas de la naturaleza. Hay quién nace muy guapo y quién nace... menos guapo. Para no perderme nada, paseé con mi familia hasta desollarme los pies y el último día, agobiada por el eterno cargo de conciencia cultural, decidí arrastrar a la tropa adolescente hasta el Louvre.
Como es el museo más grande del mundo, me estudié el recorrido para ver las diez obras fundamentales que alberga y no atragantar a mis hijos, ya de por sí inapetentes. A las siete de la mañana estábamos en pie. A las nueve hacíamos la infinita cola del detector de metales, mientras yo les contaba las maravillas de lo que íbamos a ver. Y a las diez conseguíamos entrar en la pirámide de cristal. Lo lográbamos nosotros y 100.000 chinos pertrechados de móviles y palos de selfies. Quien dice chinos, dice hindúes, japoneses, americanos, españoles, italianos, incluso franceses. Lo que pasa es que los chinos van en grupo y se ven más. Bueno, y son más.
Tamaña muchedumbre se hacía fotos con los dos dedos levantados en señal de victoria donde fuera: delante de la fotocopia de la Gioconda que señalizaba la dirección donde hallar el original, bajo la teta marmórea de la Venus de Milo, en cuclillas frente al inesperado pene del Hermafrodita. Temerosos de separarse del grupo, apelotonados como ovejas, pelliza con pelliza, blandían sus palos de selfies, convertidos éstos en las temibles lanzas de nuestro siglo.
Los perros pastores del rebaño, aburridos funcionarios del templo francés del arte, permitían con mirada anodina que todo lo que en su día tuvo una importancia capital se banalizase de este modo. Ni que decir tiene que no pudimos ver nada y salimos angustiados al todavía espléndido Jardín de las Tullerías. Necesitábamos oxígeno.
Al volver a España, leo en el periódico que un tal Michael Krivicka se ha hecho famoso difundiendo un vídeo en el que una mujer se entusiasma con su nueva adquisición: un Dildo-Drone, es decir, un pequeño avión no tripulado que promete a sus dueñas un lúbrico placer sin manos. En definitiva, una especie de pajarraco masturbador. La bomba.
Aunque el Dildo-Drone no pasa de ser una broma que se ha hecho viral, parece ser que el tal Krivicka, un auténtico visionario, hace unos meses colgó su Dildo Selfie Stick, un aparato que combina el vicio del autorretrato con la necesidad sexual.
Confieso que el palo de selfie convertido en un elemento de penetración anal provoca que de pronto se disparen en mí sádicas fantasías de venganza, o casi diría que de justicia. ¿Os imagináis al rebaño del Louvre a cuatro patas frente a la Mona Lisa, cada uno con su Dildo Selfie Stick convenientemente ensartado y con su camarita haciendo fotos? ¿Tomarían entonces medidas los responsables de los principales museos del mundo?