Sí, lo sé. Si no fuera una tragedia, daría la risa. Después de varios días en el que la polémica sobre la prohibición del burkini en algunas playas francesas ha copado periódicos y sobremesas, y ante mi incapacidad de tomar partido, me he puesto a investigar sobre el proceloso asunto de los trajes de baño en los últimos siglos. No es la primera vez, ni evidentemente será la última, en la que estados y religiones se han echado las manos a la cabeza a causa del atuendo playero. La historia del traje de baño, sobre todo femenino, pero ahora también masculino, va de la mano con la historia de la liberación sexual y de la igualdad de género. De ahí su importancia.
Lo cierto es que, a lo largo de los siglos, bien podría parecer que el tamaño de la tela guarda una relación inversa con el progreso de una sociedad. En Egipto y en la Antigua Roma se bañaban en taparrabos, tan contentos. En la Edad Media, sin embargo, prohibieron sumergirse en el mar por considerarlo una práctica que impulsaba el vicio. Hasta el año 1621 les daba por azotar a todo aquel que se refrescara con un chapuzón. Menos mal que, a partir del siglo XVIII, se extendió la idea de que las inmersiones en agua marina eran beneficiosas para la salud y volvió a surgir la necesidad de elaborar una prenda específica para las bañistas, resultado de lo cual fue un conjunto integrado por pantalón bombacho o falda larga, corpiño de cuello alto y zapatillas de lona con tacón bajo.
Zambullirse de esa guisa multiplicó los casos de ahogo, dato que no pareció importar tanto a nadie como para modificar sustancialmente el traje de baño durante casi dos siglos. Después de la Gran Guerra llegaron esos entrañables trajes de baño rayados, más ligeros y un tanto ridículos. Se acortaron los pantalones, las faldas y las mangas, el escote se situó por encima del pecho y los pies quedaron libres de zapato, zapatilla o media. Pero fue sólo al acabar la Segunda Guerra Mundial, y después de los experimentos con bombas atómicas en el atolón de las Bikini, cuando el diseñador de moda Louis Réard creó el explosivo bañador de dos piezas bautizado como aquellas islas.
Para publicitar el bikini, Réard tuvo que recurrir a una stripper porque ninguna modelo se atrevió a lucirlo, aunque luego lo llevarían de manera inolvidable Brigitte Bardot, Ursula Andress o Rachel Welch. Desde entonces esta prenda ha coexistido con el bañador entero y, ahora, con versiones más atrevidas, como el trikini, el tanga y el monokini.
¿Y ellos? En los últimos años también se han reinventado los trajes de baño masculinos. Ahí tenemos el penekini, una tira lateral que apenas cubre los testículos y el pene. Sin olvidar el sacotanga, compuesto por una tela diminuta en forma de saco y una fina cuerda que la sostiene.
Nuestras playas se han convertido en una kasbah en la que conviven el traje de baño entero con bikinis, trikinis, monokinis, penekinis y sacotangas, en una rica gama de colores y texturas. Y ahora llega el burkini, cuya única ventaja, desde mi punto de vista, es que evita tener que embadurnarse de protección solar el cuerpo entero. Mientras en las piscinas municipales de España y otros países europeos inauguran el “Día sin bañador”, en otros lugares del mundo prohíben a las mujeres mostrar su maravilloso cuerpo fuera y dentro del agua. ¿Las azotarán por ello si no obedecen al igual que en la Edad Media? Muy probablemente, como mínimo castigo. ¿Es un atraso cubrir los cuerpos en lugar de mostrarlos? Sí, lo es, así lo demuestra la historia. ¿Hay que prohibir el burkini en nuestras playas? No lo sé.
Realmente, no lo sé.