El final de las vacaciones ha sido, como todos los años, un espanto. No es el trabajo lo que me agobia, puesto que lo mio es vocacional y lo hago con gusto, sino más bien las mil obligaciones domésticas que me atacan, por la espalda y a traición, día tras día. Las labores propias de mi género, ya saben, tienen el efecto de aniquilar cualquier veleidad intelectual, sentimental y no digamos sexual. Para remediar mi bajo estado de ánimo he pensado en las cosas positivas de mi vuelta a casa y el único elemento que he encontrado ha sido el de liberarme del reciclaje obligatorio al que me han sometido en Italia, un país que vive obsesionado, con razón o sin ella, por la ecología.
La novedad del pueblo en el que veraneo desde que tengo uso de razón es que han eliminado los contenedores de basura y han repartido en todas las viviendas bolsas de diferentes colores con sus respectivos cubos. Cinco en total: material orgánico, material inorgánico, papel, plásticos y vidrio. Para evitar que la gente se arme un lío con tanto detrito, cada hijo de vecino ha encontrado en su buzón un calendario de recogida, acompañado por el “reciclario”, un manual para aclarar las lógicas dudas. ¿Dónde ha de tirarse un ticket de compra? ¿En el cubo de papel? ¡No! ¡Error!
En el cubo de lo inórgánico, puesto que está impreso en plomo. Una vez estudiado el proceloso asunto de lo reciclable, cada día de la semana habrás de dejar delante de la puerta, a partir de las nueve de la noche, la bolsa que toque y tener mucho cuidado de no servir sardina frita el viernes, ya que hasta el lunes siguiente no podrás tirar las cabezas, a no ser que las engullas, que tengas gato o que salgas de madrugada, sin que nadie te vea, y las devuelvas al mar. El resultado de todo esto es que el pueblo, a la hora del paseo nocturno, está inundado de inmundicia. Y la casa, también. Muy ecológico. Y extraordinariamente incómodo.
Lo mismo pasa con el sexo. O mejor dicho con el “Ecosexo”, el último grito en lo que a las nuevas tendencias se refiere. Surgió en Estados Unidos en 2008 cuando las artistas Elizabeth Stephens y Annie Sprinkle se “casaron” con la naturaleza en California y comenzaron, sin saberlo, un movimiento global que ahora tiene miles de adeptos. Según su manifiesto, la práctica ecosexual consiste en “hacerle el amor a la tierra”, pero sin penetración, claro. Proponen establecer una conexión física y espiritual con el planeta, además de usar productos naturales y juguetes reciclables. Como muestra, una de las declaraciones de sus fundadoras: “La Tierra es nuestra amante. Estamos loca, apasionada y ferozmente enamoradas y agradecidas con esta relación, cada uno de nuestros días.”
A la sombra del Ecosexo ha florecido “Fuck For Forest”, una organización que pretende cambiar el mundo difundiendo videos sexuales de miles de parejas. Se definen como “ecoeróticos” y el dinero recaudado se invierte con fines medioambientales. Con tanto sexo verde, Greenpeace no podía mantenerse al margen y, ellos también, han contribuido a la causa con un decálogo para unas prácticas sexuales ecológicas que deberemos tener en cuenta:
-Apague las luces o haga el amor durante el día.
-Ingiera frutas afrodisíacas libres de pesticidas.
-No consuma ni ostras ni mariscos, puesto que su pesca destruye la fauna oceánica.
-Mantenga una higiene genital con jabones biodegradables cuyo aroma encienda el deseo.
-Recicle envases para guardar objetos sexuales.
-Utilice ecolubricantes.
-No tome duchas largas, ya que consumen agua en exceso.
-No utilice prendas intimas de algodón, pues son altamente contaminantes.
-Utilice condones veganos libres de parabenos.
-Y, sobre todo, recuéstese en una cama sostenible certificada por el Consejo de Manejo Forestal.
¿Y dónde se compran las camas certificadas por el Consejo de Manejo Forestal? ¿Podré desarrollar mi sexualidad con la Madre Tierra aunque no me resulte especialmente atractiva? Y en última instancia: ¿qué hago con las cabezas de sardina? ¿Dónde me las meto?