La 36ª gala de los Goya ha sido, muy probablemente, la más soporífera de todas. Al menos las que habíamos visto hasta ahora tenían un presentador o unos presentadores pretendidamente graciosos a los que achacar el desatino. Pero es que esta gala ha sido lenta, tediosa e insustancial, y no tenemos a quién culpar. No ha dado ni para coña.
La alfombra roja, al menos, nos ha dejado algunos modelitos imposibles, que eso siempre es de agradecer. Nieves Álvarez, el gran misterio de todos los años (si alguien sabe qué pinta en todas las galas, que me lo explique) llevaba un incomprensible modelito con un retal negro en el pechamen. Aldo Comas y Macarena Gómez, con americanas con homenaje a Verónica Forqué, Eduardo Casanova con el pelo rosa a juego con los lazos de su traje negro, o Carla Pereira, con orejas de peluche y pantalón de volantes amarillos no nos han dejado indiferentes. He invertido un buen rato en tratar de entender el motivo por el que un adulto acudiría a una gala con orejitas de peluche y, lo siento, no se me ha ocurrido nada que no precise de tratamiento psiquiátrico o algo de cariño.
Nada salva esta gala
Ni las actuaciones musicales han conseguido levantar la gala. La tan esperada actuación de Sabina con Leiva ha resultado sorprendentemente bajonera, contribuyendo al aletargamiento general. Hasta me ha costado un rato reconocer la canción porque ni siquiera se parecía a sí misma. Daban ganas de repartir azucarillos entre el público para prevenir hipotensiones generalizadas.
Tan sólo la pieza de Pantomima Full ha logrado, levemente, arrancarme una sonrisa. Una muy pequeña. Apenas una mueca, porque me costaba a esas alturas abandonar mi rictus de estupor ante tamaño despropósito. He asistido a funerales con más ritmo y salseo, a velorios mucho más entretenidos. Cómo habrá sido la cosa que el momento más álgido, el más ameno, ha sido el de los recordatorios a los fallecidos. Hasta Luz Casal parecía desganada, al borde de la narcolepsia incluso.
José Sacristan, Goya de Honor
Los agradecimientos se han hecho eternos. Todos. He echado de menos aquellas galas en las que bajaban el volumen de los micrófonos y dejaban a los premiados con la palabra en la boca si se ponían pesaditos. Nunca pensé que estaría a favor de limitar la libertad de expresión. Más que de limitarla, de controlar su extensión.
El Goya de Honor ha sido para José Sacristan. Muy ocurrente lo de hacer la presentación enlazando títulos. No, no es verdad, es coña. No ha sido nada ocurrente. Lo hacen todos los años. Me imagino a los guionistas diciendo: ostras, se me ha ocurrido una cosa brillante que no se ha hecho jamás. Y todos oh y todos ah. Y, por si eso fuera poco, él se nos ha puesto intenso y ha declamado, con esa voz de trueno, y ha dicho no sé qué de la tierra, de la siembra y la cosecha. Da igual lo que diga porque tiene vozarrón y todo parece profundo y trascendental. Yo creo que lo sabe y ha dicho cosas random y se ha quedado tan pichi.
Javier Bardem, mejor actor
Los premios, pues mejor actor protagonista para Javier Bardem, que ha sido muy cariñoso con Penélope Cruz y los hijos de ambos y eso es superbonito y le humaniza. Mejor actriz protagonista, para Blanca Portillo, que se ha enrollado cosa fina en los agradecimientos y llevaba un vestido nada favorecedor, con mangas abullonadas y en rojo pasión. Que alguna buena amiga que la quiera debería haberle dicho: “Blanca, no”. La mejor dirección ha sido para León de Aranoa y mejor película para El Buen patrón, que ha sido la gran ganadora de este año con seis premios.
Y se ha acabado la gala y yo he dado gracias al cielo, porque pensaba que no se iba a acabar nunca, y he echado de menos un poco de valencianidad y que le pegaran fuego a todo al terminar y hubiesen salido disparados desde el Palau de les Arts unos castillos pirotécnicos que iluminaran el cielo y pusiese allá arriba al explotar TODO MAL.