“Pocos libros hay tan capaces como Moby Dick de narrar una historia trágica que resulta ser al tiempo un destino personal y colectivo”. Las palabras del editor Constantino Bértolo en un delicioso volumen de homenaje al clásico de Herman Melville, Moby Dick. La atracción del abismo (Ed. Ilarión, 2013), describen la tragedia de Ahab y su tripulación. Quizá de forma inconsciente, ese destino personal y colectivo también habla de la suerte que corrieron los hombres del Essex en 1820. Fue el episodio que inspiró a Melville. Ahora, Ron Howard lo ha convertido en una superproducción, En el corazón del mar, que llega a los cines españoles este viernes.
Sí, Moby Dick existió. Al menos, un precedente demasiado increíble para no ser cierto del mito literario: un imponente y agresivo macho de cachalote blanquecino. Los marineros de comienzos del siglo XIX lo llamaban Mocha Dick. Y tres décadas antes de que Melville escribiera Moby Dick, envió al fondo del mar al ballenero estadounidense. Se cree que antes ya había atacado a otros barcos, aunque nunca hubo pruebas. Tampoco de que fuera el mismo cachalote que hundió a aquel ballenero de Nantucket. Pero, ¿qué animal podría haber sido si no?
Monstruo célebre
“Este monstruo célebre, que había salido victorioso en centenares de batallas con sus perseguidores, era un viejo macho de cachalote, de tamaño y fuerza prodigiosos. Por efecto de la edad, o más probablemente por ser una deformidad de la naturaleza, como se ha exhibido en el caso del Albino Etíope, una consecuencia singular se daba: ¡era blanco como la lana!”, contó el oficial inglés Jeremiah N. Reynolds en 1839.
Reynolds publicó por entregas Mocha Dick o la ballena blanca del pacífico en la revista The Knickerbocker. Mocha Dick había comenzado a ser vista sobre 1810 en la costa de la región de Bío Bío. De hecho, su nombre procedía de la Isla Mocha, en la costa pacífica de Chile, frente a la octava región del país andino. El oficial británico había viajado por aquella zona en una misión científica y a su regreso se trajo consigo la historia del gran leviatán. Un cachalote capaz de abrir una vía de agua en el sólido casco de madera de un ballenero de 238 toneladas de peso y mandarlo al infierno.
Hay muchas diferencias entre la historia real, la ficción literaria y esta nueva la incursión cinematográfica. Para empezar, Melville cerró la narración en la suerte del Pequod, con Moby Dick arrastrando a Ahab y al navío al fondo del oceáno. Pero la historia real no acabó ahí.
Los supervivientes del Essex corrieron otra suerte, mejor o peor, según se mire. Algunos murieron en el ataque. Unos cuantos sobrevivieron, pero sólo después de pasar 95 días a la deriva en tres chalupas. Unos pocos esperaron más tiempo incluso, abandonados en una isla hasta que fueron recogidos. Los que siguieron en el mar acabaron devorando a los que fallecían de sed o hambre y, en una ocasión, echaron a suertes quien debía ser el siguiente en morir. Los encontraron frente a la costa de Chile, moribundos y rodeados de restos humanos. Todo ello está en el filme de Howard.
A toda velocidad
El Essex partió de Nantucket el 12 de agosto de 1819, capitaneado por George Pollard y con Owen Chase como primer oficial. Tras varios incidentes, cruzaron el cabo de Hornos en diciembre. Pasaron meses buscando ballenas, abasteciéndose en varias islas y logrando cazar algunas. Por fin, el 20 de noviembre, avistaron un grupo grande. Era su billete de regreso al hogar. Fue entonces cuando Chase vio a aquel macho “de unos 85 pies de longitud”. El cachalote salió del agua no muy lejos del barco. Al principio estaba tranquilo, contó el oficial del ballenero en un libro años después. Nada hacía sospechar que atacaría. Pero lo hizo.
Chase intentó ordenar una maniobra evasiva. “Las palabras apenas salieron de mi boca antes de que se lanzara hacia nosotros a toda velocidad y golpeara el barco con su cabeza”, recuerda. “Nos dio un testarazo tan horrible y tremendo que casi nos lanzó a todos de bruces. El barco se paró tan brusca y violentamente como si hubiera chocado con una roca y tembló durante unos segundos como una hoja. Nos miramos los unos a los otros en un asombro total, desprovistos prácticamente de la capacidad del don del habla. Muchos minutos corrieron hasta que fuimos capaces de ser conscientes de aquel accidente fatídico”.
Estaba envuelto en la espuma del mar, que su continuo y violento revolcarse en el agua había creado a su alrededor, y yo podía nítidamente verle batir sus mandíbulas
Muchos han demonizado al cachalote, un mamífero marino de gran inteligencia, como han demostrado diferentes investigaciones a lo largo de los dos últimos siglos. ¿Puede ser un animal maligno? Howard trata de relativizar el ataque en el filme, de hacernos reflexionar si, como parece, aquel gigante no estaría limitándose a defenderse, quizá a proteger a los suyos.
Owen, desde la misma mentalidad del momento que Melville, recuerda cómo el macho, después de atacar al Essex, volvió a salir a flote. “Descubrí de nuevo a la ballena, aparentemente entre convulsiones, en la superficie del agua, a unas cien varas a sotavento. Estaba envuelto en la espuma del mar, que su continuo y violento revolcarse en el agua había creado a su alrededor, y yo podía nítidamente verle batir sus mandíbulas, como si estuviera distraído entre la rabia y la furia”. Permaneció así un rato breve, antes de atacar de nuevo a gran velocidad hacia la quilla del barco por el otro costado.
Decidieron sobrevivir con el cadáver de Cole. Cortaron los miembros, separaron la carne del hueso, sacaron el corazón, y volvieron a cerrarlo y coserlo antes de lanzarlo al mar
Hundido el barco, comenzó la parte más terrible de aquel periplo. Meses a la deriva sin apenas alimentos ni agua potable. “Comenzamos a pensar que la Divina Providencia nos había abandonado”, cuenta Chase en sus notas del 16 de enero, cuando llevaban 57 días en el mar. “La contemplación de la muerte y la agonía, refinadas por las más temibles e inquietantes reflexiones, postraban absolutamente tanto el cuerpo como el alma”. No tenían esperanza.
El 30 de enero falleció Isaac Cole, un marinero. No era el primero. Varios habían ido cayendo de hambre y debilidad. Hasta ahora los habían arrojado por la borda. Pero esta vez Chase propuso a sus compañeros darle un uso mejor a aquellas proteínas. Era pura lógica de supervivencia. Nadie se negó. “Separamos sus miembros de su cuerpo, cortamos toda la carne de los huesos; después de eso, abrimos el cuerpo, sacamos el corazón y lo volvimos a cerrar. Lo cosimos tan decentemente como pudimos y se lo encomendamos al mar”.
No extraña que, cuando fueron rescatados y regresaron a la costa de Massachusetts, el episodio pasara más o menos ignorado, pese a los testimonios escritos de algunos de los supervivientes. A la poderosa industria ballenera del momento no le convenía que se supiera que un cachalote podía hundir un barco. A la moral imperante, que se hablara de marineros que se devoraban unos a otros.
La película convierte a Melville en personaje (lo interpreta Ben Wishaw). El escritor acude al último de los supervivientes del hundimiento, que tres décadas después sigue vivo, Tom Nickerson (Brendan Gleeson en su versión adulta) para recabar información para una novela. Ya imaginan cuál.
Aunque la pantalla se permite más de una licencia narrativa, hay bastantes hechos fieles a la verdad: Nickerson, un joven grumete en el Essex, fue de hecho uno de los supervivientes, y escribió su versión de los acontecimientos, como hizo Chase (Chris Hemsworth). Probablemente Melville tuvo acceso a ambas lecturas.
Howard (Apollo 13 y Una mente maravillosa son algunos de sus filmes) se basa en el libro homónimo de Nathaniel Philibrick (editado en España por Seix Barral). Y éste a su vez ha bebido de fuentes como el libro de Reynolds, por el que Melville probablemente supo de la historia de aquel gigante albino, sin olvidar que el autor de Moby Dick hizo sus pinitos como ballenero y también oiría los relatos de los marineros veteranos.
Las castas de Nantucket
El filme es profuso en detalles y ambientación. Howard nos lleva con habilidad y una fotografía oscura al Nantucket que describe Melville en los primeros capítulos de Moby Dick. Era un lugar duro, cuna de hombres de mar, balleneros en su mayoría, en el que los padres dejaban a sus hijas como dote el preciado oro líquido que se extraía de las sperm whales -el nombre inglés del cachalote-, el aceite de sus cabezas, un preciado combustible. Hasta los brindis eran ariscos en la Nueva Inglaterra isleña: “Muerte a los que viven / larga vida a los que matan. / Éxito a las esposas de los marineros / y grasienta suerte a los balleneros”.
En Nantucket, una sociedad cerrada, ser de la isla equivalía a pertenecer a una especie de casta. Owen Chase, el oficial, era un paria de tierra adentro. George Pollard, el novato capitán que le ponen por encima, pertenecía en cambio a una familia arraigada en la isla. El filme de Howard retrata este sistema cerrado y el enfrentamiento entre ambos desde que zarpa el navío. Aunque nada, ni un doblón de oro clavado en el mástil -sí, hemos vuelto a saltar a la ficción- habría ayudado a que el Essex no se hundiera. Mocha Dick lo embistió sin avisar.
Moby Dick fue el gran fiasco comercial del autor, que entonces gozaba de un reconocimiento creciente. Su gran obra no subió al Parnaso americano hasta décadas más tarde.