Desirée de Fez
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Si te asomas a El hilo invisible solo puedes salir ganando. Ganas si te gusta el cine de Paul Thomas Anderson. Ganas si te gusta el cine que se alimenta del mejor cine sin caer en el pastiche referencial. Ganas si te gusta el cine que emplea con maestría sus herramientas, incluso las más olvidadas, para contarte una historia. Y ganas, sin más rodeos, si te gusta el cine. La nueva película del autor de Pozos de ambición (2007) es una maravilla. Por su abrumadora perfección y su voluntaria impostura, los primeros acordes parecen indicar que estamos ante un ejercicio de estilo puro y duro.

Desconfiar de esa excelencia puede impedir ver más allá. Si eso sucede no es un gran problema: El hilo invisible sería una obra monumental incluso vaciada de contenido. Pero la realidad es que trasciende la clase magistral de puesta en escena cinematográfica, y no solo porque en el cine de Paul Thomas Anderson el dispositivo formal (de los elementos en escena a la manera de filmarlos, de planificar y mover la cámara) siempre esté al servicio de una emoción, sea esta expresa o reprimida.

Ambientada en Londres en los 50, la mejor película nominada este año al Oscar cuenta la historia de Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis), un prestigioso modisto que trabaja para la realeza y la alta sociedad y no permite que nada ni nadie se interpongan entre su inspiración y sus telas. La presentación del personaje, supuestamente inspirado en el modisto Cristóbal Balenciaga, y de su universo cerrado y autosuficiente, un atelier impoluto donde las costureras trabajan en silencio y las clientas se prueban sus vestidos, es un vals deslumbrante inspirado por el cine de Max Ophüls. Es una barbaridad: el andar musical de los personajes por las escaleras y las estancias, el movimiento de la cámara al perseguirlos, la exaltación silenciosa del detalle, el sonido de las telas sobre los cuerpos…

Lo que consigue Paul Thomas Anderson en unos minutos ya le sitúa en otra liga. En esa presentación de Woodcock ya vemos el hilo invisible, vemos cómo, por elección personal, su manera de seducir y, por extensión, de relacionarse con el mundo pasa exclusivamente por la práctica de su oficio. Por eso, cuando conoce a Alma (Vicky Krieps), la joven camarera que llama su atención, lo primero que hace es vestirla y lo segundo, convertirla en su modelo. El director de Magnolia (1999) explica la historia de un modisto, pero la moda no es solo el escenario de su historia.

La idea del cortejo, de una seducción casi mística y fantasmal a través de la ropa, está presente todo el rato. Como lo están también las dinámicas de poder asociadas a las pruebas de las prendas: Woodcock vuelve poderosas y a la vez dependientes de su genio a las mujeres que visten sus diseños. Quizá por eso las escenas en las que los personajes se revelan más frágiles, vulnerables y humanos no visten sus mejores galas, sino sus ropas de andar por casa.

Insisto en que la sublime expresión formal del cortejo mediante las telas justificaría ya la existencia de El hilo invisible (a la que, por otro lado, no hay que llegar esperando una película convencional sobre el mundo de la moda). Pero la realidad es que es un filme aún más complejo y donde se encuentran muchas constantes del cine de Paul Thomas Anderson. Como en Pozos de ambición o The Master (2012), el director reincide en el retrato de un personaje ambicioso, obsesivo, megalómano. El hilo invisible conecta con sus filmes verbalmente más austeros.

No se apoya tanto en la palabra (aunque sus pocos diálogos son de una precisión y de un revelador que desarman) como en la extraordinaria interpretación de Daniel Day-Lewis: ¿cómo puede pasar así de la afectación al secreto? En los gestos de Woodcock, en sus silencios (y su exigencia del silencio ajeno) y, una vez más, en la forma de vestir a sus clientas está la crónica de un deseo de importar, de trascender, que se tiñe de obsesión.

Daniel Day-Lewis en El hilo invisible.

Las otras constantes de Paul Thomas Anderson presentes en El hilo invisible son el intento de forzar vínculos afectivos y/o familiares prácticamente imposibles y la transmisión de conocimiento, temas que aquí lleva al siguiente nivel. Los personajes del cine del director suelen adoptar el rol de maestros por su propio beneficio. Aquí no sucede eso exactamente, lo que da ese personaje de naturaleza egoísta una complejidad aún mayor. Y el lazo que se establece entre el protagonista y Alma es romántico, pero no está para nada lejos de las relaciones artificiales, simuladas y abocadas al fracaso entre padres e hijos de Sidney (1996) o Pozos de ambición.

El cambio está en que aquí el autor plantea remedios al descalabro de ese vínculo, lo que le lleva a componer un personaje femenino inmenso (como inmensa está Vicky Krieps), con muchas caras, a jugar lúcida y perversamente con los roles de género y las relaciones de poder, y a adentrarse de forma tan fascinante como (al menos para mí) inesperada en los senderos del thriller y, en cierto sentido, del terror. Género este último en el que ojalá Paul Thomas Anderson decida meterse de lleno algún día.

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